"La corrupción también puede dar risa. En España se ha trampeado con
dinero público para adjudicar el monopolio del exterminio de ratas, se
han colocado urnas en pocilgas o tejados para disuadir la participación
electoral, se han deconstruido y volatilizado del paisaje monasterios
históricos a golpe del talonario de William Randolph Hearst y se ha
favorecido la instalación de ruletas trucadas en casinos por parte de
todo un presidente del Gobierno de la Segunda República, Alejandro
Lerroux.
Pero las 775 páginas (168 de notas) del nuevo libro de Paul Preston, Un pueblo traicionado
(Debate), que sale a la venta el próximo jueves 24, producen sobre todo
un desasosiego incómodo: la corrupción ha corroído la espina dorsal del
Estado durante los últimos 140 años.
El ensayo se abre con el continuado fraude electoral de la
Restauración, con dos partidos —liberales y conservadores— que se
turnaban en el poder desde el que repartían prebendas y monopolios (el
liberal Práxedes Mateo Sagasta dormía a veces en un hotel para evitar
las colas de demandantes de empleo que se formaban ante su casa), y
concluye con las tarjetas black de Bankia, los papeles de Bárcenas, los chanchullos de Iñaki Urdangarin, los ERE socialistas en Andalucía o las comisiones pagadas a la familia Pujol
por adjudicaciones de la Generalitat.
Un árbol genealógico vigoroso y
bien enraizado. Como si la corrupción, por más que la sociedad se haya
democratizado, fuese capaz de sobrevivir a cualquier régimen y casi
cualquier ideología. Aunque tampoco en esto hay que sentirse diferentes.
“He intentado subrayar que no pasa solo en España, y no solo en los
países sospechosos habituales como Italia o Grecia.
Aquí también
ocurre”, sostiene el historiador durante una entrevista celebrada en su
casa de Londres. “Hay un auge de la corrupción y tiene que ver con la
manera en que se ha desarrollado el capitalismo, la sociedad de consumo.
En este país, gracias a los conservadores ha habido un desprecio al
Estado del bienestar y todo lo que son los servicios públicos. La
corrupción aquí es más sofisticada que en España, pero igual de
deleznable”, subraya.
Preston (Liverpool, 1946) ha necesitado sus cinco décadas de
hispanismo y cada uno de sus ensayos históricos para poder llegar a
este. “Yo no saco libros así como así, este se construye sobre lo que he
hecho desde que empecé a finales de los sesenta y sobre el trabajo de
los últimos cinco o seis años sobre la corrupción, que es muy difícil
porque el corrupto, si no es tonto, no deja constancia de lo que ha
hecho”.
El resultado es una sólida historia de España permeada de tal
suciedad que el propio autor estaba deseando sacudirse el peso de
encima. “Este libro se ha hecho a la sombra del Brexit. La depresión que
me ha causado el Brexit ha contagiado el libro, que ya de por sí no era
alegre. Estoy muy contento de haberlo acabado. No quiero saber más de
la corrupción”.
En este ensayo que comprende desde 1874, cuando se produce la
restauración borbónica con Alfonso XII, hasta 2014, cuando sube al trono
Felipe VI tras la abdicación de su padre, hay tres grandes ejes que se
entrecruzan a menudo: la corrupción, la incompetencia política y la
fractura social y territorial. Hay etapas en las que uno de los
elementos se impone sobre otros, si bien acostumbran a ir de la mano:
las dictaduras de Franco y Primo de Rivera
son los periodos donde todo se solapa. El enriquecimiento inmoral se
generaliza, empezando por los dictadores.
Franco se camufló durante años
bajo una falsa austeridad pese a que comenzó a engordar su patrimonio
desde los días crudos de la guerra. Entre 1937 y 1940 acumuló una
fortuna personal de 34 millones de pesetas de la época. “Una fuente
importante de liquidez para Franco era su apropiación de suscripciones
teóricamente organizadas para cubrir el coste del esfuerzo bélico de los
rebeldes.
Por lo general, la contribución a estas iniciativas era
obligatoria. Los ingresos se mantenían normalmente en secreto, lo que
facilitaba la transferencia de fondos a una de las cuentas bancarias de
Franco”, sostiene el hispanista en su libro.
A partir de 1940, la
Compañía Telefónica Nacional de España redondeó sus ingresos con 10.000
pesetas mensuales y, como desveló Ángel Viñas en La otra cara del caudillo
(Crítica), obtuvo siete millones y medio de pesetas por la venta en el
mercado negro de café donado al pueblo español por el dictador brasileño
Getúlio Vargas. “La fortuna que dejó al morir ascendía al equivalente
de más de 1.000 millones de euros de 2010”, señala Preston.
A su alrededor se enriquecieron varios generales con sobornos, y su
familia con pelotazos urbanísticos o monopolios de negocios de
importación, con un constante aprovechamiento del poder por parte de sus
hermanos, Nicolás y Pilar; su esposa, Carmen Polo (el terror de los
joyeros), y su yerno, Cristóbal Martínez Bordiú. Una cultura de la
corrupción que imitaban quienes le rodeaban, de los ministros (a José
Antonio Girón, 16 años al frente de Trabajo, se le acusó de malversación
de fondos) a los empresarios y banqueros. Una élite que vivía atrapada
en la berlanguiana cultura de la cacería.
Miguel Primo de Rivera fue un dictador más simpático (perdón por el
oxímoron) que Franco, pero igual de corrupto. Con una de las
suscripciones populares que organizó se compró una finca en Jerez de la
Frontera, un método que también aprovecharía el general Queipo de Llano
para hacerse con un cortijo en Camas (Sevilla) en agosto de 1937.
El
dictador andaluz fue un precursor en otros campos: “Hay notables
semejanzas entre Primo y Trump. Las notas oficiosas que el dictador
publicaba en la prensa, muchas veces escritas de madrugada cuando estaba
tomado, son como los tuits de Trump”, compara Preston. “Es un momento
absolutamente trumpiano cuando escribe un texto sobre sí mismo para
destacar que era un gran amante e insiste en que salga en una biografía
oficial”, añade entre risas.
Hay un latido en el libro que se condensa en la cita de Ortega y
Gasset de 1921 con la que arranca: “Empezando por la Monarquía y
siguiendo por la Iglesia, ningún poder nacional ha pensado más que en sí
mismo”. El desprecio hacia el bien común —por resumir en un concepto
contemporáneo, una necesidad de siempre— ha sido una constante entre las
élites, ya fuesen políticas, empresariales, militares o eclesiásticas.
Los chanchullos a gran escala de Alfonso XIII contribuyeron a expandir
el republicanismo.
“Ahora no se le arroja por anticonstitucional, sino
por ladrón”, escribió Valle-Inclán tras la proclamación de la República
el 14 de abril de 1931. Se abrió entonces un periodo de corrupción
“menos tóxica” porque buena parte de los nuevos dirigentes abrazaban el
regeneracionismo, pero no desapareció en absoluto debido a personajes
como el empresario Juan March o el radical Alejandro Lerroux.
March estuvo en casi todas las salsas del siglo XX. La gran fuente
financiera del golpe de 1936 se había forrado durante la Primera Guerra
Mundial, con el contrabando de tabaco y la exportación de alimentos a
los países en guerra. Por entonces tenía en su cartera de sobornos al
ministro de Hacienda, Santiago Alba (a cuya esposa regaló un ramo con
flores y 10 billetes de 1.000 pesetas de los años veinte). Su poder
siguió expandiéndose con Primo de Rivera y se intensificó con el
franquismo.
En los pocos años en los que tenía enfrente a los políticos
—fue encarcelado e investigado durante la Segunda República— siguió
imponiendo su criterio: Preston recuerda que sus días carcelarios se
parecieron mucho a una estancia hotelera y que finalmente logró fugarse.
Uno de sus grandes aliados de esta época fue Lerroux, un radical de
verbo encendido (llegó a alentar la violación de monjas: “Jóvenes
bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable
de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses,
alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para
virilizar la especie”) y bolsillos hambrientos.
Prueba de que la
corrupción estaba por todas partes es que los intelectuales opuestos al
régimen de 1923, exiliados en París, como Blasco Ibáñez, Eduardo Ortega y
Gasset y Miguel de Unamuno editaron una revista satírica titulada España con honra, que tiraba 50.000 ejemplares. Blasco Ibáñez, además, vendió como rosquillas Alphonse XIII démasqué —en España de forma clandestina—, donde le responsabilizaba del desastre de Annual y le involucraba en negocios turbios.
Preston cree, como Machado, al que cita al comienzo de su ensayo, que
en España “lo mejor es el pueblo” y que la mala gestión no tiene
exclusividad ideológica. El socialista Francisco Largo Caballero fue, a
su juicio, el político más incompetente de la historia reciente de
España. “Lo peor que puedo decir de Jeremy Corbyn es que es el Largo
Caballero de la política británica”, afirma con sorna.
La alianza entre corrupción e incompetencia política, escribe, “ha
tenido un efecto corrosivo sobre la coexistencia política y la cohesión
social”. En dos siglos: cuatro guerras civiles, más de 25
pronunciamientos, unas cuantas revoluciones sangrientas limitadas en el
tiempo y en el espacio (Cataluña, Asturias…), la pérdida definitiva de
los restos de un imperio y la catástrofe de Annual. Una pésima digestión
para los militares, que durante muchas décadas se dedicaron a combatir
al enemigo interior. “En gran parte gracias a la entrada en la OTAN y a
las reformas de Narcís Serra, el Ejército y las fuerzas de seguridad han
cambiado mucho”, elogia Preston.
Por una vez el hispanista ha deseado concluir un libro y alejarse de
él, dolido también por decepciones personales como lo ocurrido durante
los últimos años del reinado de Juan Carlos I, a quien dedicó una
biografía en 2002. “Sigo pensando que nadie le quita el papel que jugó
en la historia de España. Lo que le pasó en los últimos cinco años es
una terrible lástima que mancha su imagen, pero si uno estuviera
haciendo un retrato psicológico podría encontrar no justificaciones pero
sí muchas explicaciones de por qué terminó así en la búsqueda del
placer.
Le robaron la infancia y la adolescencia, cuando llegó al poder
vivió una época muy peligrosa como el bombero de la democracia, yo creo
que pensó: “Ahora a mí me toca algo”. Pero, en contra de los que dicen
que la Transición fue un desastre, opino que fue un pequeño milagro en
el contexto en que se hizo”. (Tereixa Constenla, El País, 19/10/19)
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