El productor descubre un guión. De momento no lo paga, está descapitalizado y además el autor, guionista y director, es un desconocido; bastante favor le hace gestionando su obra. El proyecto, cuyo presupuesto supera los dos millones, consigue todas las subvenciones posibles: TVE, avance sobre taquilla y Eurimages. Para acceder a esta última ayuda es condición indispensable que haya otros coproductores europeos. Aparecen dos, se firman contratos estipulando aportaciones y porcentajes a repartir: 20% para uno, 10% para el otro.
La película se rodará en Barcelona, nada más lógico que pedir también la subvención de la Generalitat. El coproductor local que realiza el trámite debe ser titular del 50% de la película. Ningún problema, de nuevo se firman contratos y reparten porcentajes. Se les ocurrirá, igual que a mí, que a estas alturas ya hay mucho fragmento de película desparramado por ahí. Pero sigamos.
Con la documentación de las ayudas concedidas, el productor va al banco y éste le adelanta dinero mediante créditos avalados por las instituciones y los socios coproductores. Recordemos que él no tiene dinero.
Empieza el rodaje, poco después la estrella protagonista amenaza con irse, no ha cobrado. Aterriza un nuevo, flamante coproductor. Se firman otros contratos y esparcen más porcentajes. Asombroso. Pero continuemos. Algo más tarde es el gerente de la sala de montaje quien avisa al autor: hasta el presente no ha cobrado y duda que el futuro traiga nada mejor. En la sala de efectos especiales se repite la melodramática escena. De improviso brotan deudas en cascada, los laboratorios bloquean el material, el proceso se atasca. A veces llegan noticias del productor, diversos reportes lo sitúan en interesantísimos y lejanos mercados: Los Ángeles, Tokio...
Cuando el autor, que tampoco cobra, consigue pedirle explicaciones, reacciona como lesa majestad ofendida. El autor ha hecho "su" película, contento debería estar.
Por fin, tras meses de angustias y sobresaltos sale la primera copia, proeza lograda gracias a la intervención de los coproductores catalanes y al previsible voluntarismo del susodicho autor que, aterrorizado, ve cómo años de trabajo se están yendo al garete.
Algunos impagados presentan denuncia y el juzgado ordena el embargo de bienes de la productora. No los hay. El productor tiene otras empresas pero su mano derecha no sabe lo que hace la izquierda y ninguna de las dos paga.
Los socios coproductores se inquietan. Presionan, le exigen que estrene, de otro modo no se materializan las subvenciones. Pero él ya no tiene dinero para estrenar. Anuncia entonces que la obra es fallida y no gusta a nadie, el negocio ha fracasado y toca asumirlo con humor. Lo del humor se aplica a los acreedores y a quienes depositaron avales bancarios. Porque él, rebobinemos, no ha puesto un euro.
Intervienen abogados, los contratos ven la luz. En un alarde creativo sin precedentes el productor ha pulverizado el sistema decimal repartiendo el 140% de la película. Los acuerdos firmados son dobles, triples, unos destinados a las instituciones, otros "internos". La confusión es mayúscula y no se consigue desentrañar quién tiene qué, cuánto, cómo y por qué.
Acorralado, amenazado con una querella por uno de sus propios socios, el personaje trompetea que es un "independiente", una víctima del sistema. Está profundamente dolido, nadie le entiende. A la vista de tanta incomprensión se proclama harto y cede la totalidad de la película al socio en cuestión. Se firma otro contrato del que se desconocen términos y porcentajes.
En realidad, hace tiempo que él se despreocupó de la obra. Hizo su negocio antes, con los créditos respaldados por avales ajenos. Ahora la película es mero campo de batalla en el que inversores y acreedores intentan salvar sus dineros. Tan sólo el autor sigue interesándose -inútilmente- por ella. Sobre su trabajo se ha construido el turbio andamiaje pero él es un peón irrelevante.
Entretanto, los coproductores catalanes deciden estrenar para rescatar la subvención de la Generalitat. Ya han perdido mucho dinero en intereses y lo hacen en precario: sólo cinco cines, cero publicidad. Pero en una conocida y céntrica sala de Barcelona la película aguanta tres meses y medio en cartel, un milagro dadas las condiciones. Se podría pensar que tras este prometedor despegue se difundirá en el resto de España. Todo lo contrario, se volatiliza. Hasta que -oh sorpresa- unos meses después reaparece súbitamente en las cifras oficiales de taquilla. Y, más sorprendente aún, está arrasando.
Nadie ha oído hablar de ella, ni siquiera el autor sabe en qué remotas salas y horarios se proyecta, pero es un hecho que cada semana recauda una hermosa, redonda cifra, siempre idéntica. ¿Otro milagro? Lo cierto es que el dinero del avance sobre taquilla sólo se concreta cuando la película ha hecho un número determinado de entradas. En semejante tesitura, puede que el productor haya considerado más rentable -y seguro- comprar directamente esas entradas antes que despilfarrar el dinero en algo tan peregrino como es la promoción de la película. En conclusión, la habremos financiado todos pero muy pocos tendrán la oportunidad de verla.
El disparatado sainete es resultado de un sistema de ayudas que sin un control estricto tiene efectos doblemente perversos. Primero, facilita que productores fulleros trapicheen con el dinero público. Segundo, condena muchas películas al olvido pues ninguna, buena o mala, llegará al espectador si no se ponen los medios adecuados para ello." (DOLORES PAYÁS: El cine español y el bolsillo del contribuyente. El País, ed. Galicia, opinión, 12/01/2010, p. 25)