"(...) Este puede muy bien haber sido el problema con los partidos en España. Desde el primer momento, sus dirigentes creyeron que el honest graft
estaba justificado para la construcción de maquinarias fuertes, capaces
de recompensar a sus seguidores y de castigar a quienes pretendían ir
por libre.
Estaba justificado porque esas maquinarias servían también a
los intereses de este “glorioso país”, proporcionando estabilidad. Los
dirigentes en las cúpulas, que posiblemente no aceptaban sobornos
personalmente, miraban con cinismo el enriquecimiento de quienes hacían
coincidir sus intereses con los de su partido.
Mientras la sociedad española experimentó un crecimiento económico
sostenido, y especialmente durante la burbuja de 1996-2008 (todo el
periodo Aznar y primer mandato de ZP), ese cinismo caló también en la
opinión pública, como no había pasado en la etapa González, cuando
todavía las acusaciones de corrupción exigían consecuencias inmediatas.
La sociedad en su conjunto no se corrompió (no lo está aún ahora), pero
miró distraída el enriquecimiento de políticos y de maquinarias
partidistas, sindicatos e instituciones variadas, porque, de alguna
forma, les hacían ver que compartían intereses.
Estalló la crisis y esa
noción de “intereses compartidos” y de “corrupción legítima” saltó por
los aires, permitiendo ver el alcance brutal que habían alcanzado esos
mecanismos y las muchas ocasiones en que había pasado a ser “corrupción
deshonesta”.
El PP, que había gobernado durante la mayor parte de la
burbuja y había dispuesto de una autopista por donde se movían los
agentes que combinaban la financiación del partido con la suya propia,
estaba atrapado. Lo estaban prácticamente todos sus altos cargos
orgánicos, conocedores necesariamente de esos tinglados o, como ha
definido el juez Ruz, beneficiarios “a título lucrativo”.
No es nada extraño entonces que un partido y un presidente del
Gobierno que fue nombrado vicesecretario general del PP por primera vez
en 1989 —y que habían obtenido una de las mayorías absolutas más
impresionantes de la democracia española— fueran totalmente incapaces de
hacer frente a la nueva situación.
El progresivo y continuo desvelamiento de tramas corruptas (que
actuaban en interés del partido, combinándolo con otros intereses)
despertó la irritación de unos ciudadanos que, además, hacen frente a un
reparto de los costes de la crisis muy poco compartido. De nada sirve
que el presidente acuda al Parlamento con una lista de decenas de
medidas anticorrupción.
Hasta los romanos sabían que “en el Estado en el
que la corrupción abunda, las leyes son muy numerosas” (Tácito). Un
puñado bastaría, si existiera realmente la posibilidad de explicar lo
ocurrido y de provocar un cambio radical en el funcionamiento del
Partido Popular. Pero nada de eso está al alcance de Mariano Rajoy." (Soledad Gallego-Díaz
, El País, 30 NOV 2014)
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