"Este texto es un extracto del libro de memorias de Edward Snowden Vigilancia permanente, que Planeta (en la traducción al castellano) y Columna (en catalán) publican el martes.
Estados Unidos nació de un acto de traición. La Declaración de Independencia suponía una violación flagrante de las leyes de Inglaterra
y aun así demostró ser la expresión más plena de lo que los Padres
Fundadores llamaron Leyes de la Naturaleza, entre las que se encontraba
el derecho a desafiar los poderes del momento y a rebelarse por
principios, según los dictados de tu conciencia.
Los primeros
estadounidenses en ejercer ese derecho, los primeros "soplones" o
denunciantes en la historia de Estados Unidos, aparecieron un año
después, en 1777. Esos hombres, como muchos de los hombres de mi
familia, eran marineros, oficiales de la Marina Continental que, en
defensa de su nueva tierra, se habían hecho a la mar.
Durante la
Revolución, sirvieron en el Warren, una fragata de Estados
Unidos con treinta y dos cañones, bajo el mando del comodoro Esek
Hopkins, comandante general de la Marina Continental. Hopkins era un
líder perezoso e intratable que se negó a meter su nave en combate. Sus
oficiales afirmaban además haberlo visto pegar a prisioneros de guerra
británicos y dejarlos morir de hambre. Diez de los oficiales del Warren,
tras consultar con sus conciencias y sin pararse a pensar apenas nada
en sus carreras profesionales, informaron de todo ello a un escalón más
alto en la cadena de mando. Escribieron al Comité naval:
"Estimados caballeros:
Quienes presentan esta petición viajan destinados a bordo del navío Warren
con sincero deseo y firmes expectativas de prestar un servicio a
nuestro país. Aún seguimos ansiosos de alcanzar el bienestar de Estados
Unidos y no deseamos otra cosa con mayor sinceridad que ver nuestro país
en paz y prosperidad. Estamos dispuestos a arriesgar todo lo que nos es
querido y, si fuera necesario, a sacrificar nuestras vidas por el bien
de nuestro país. Nos sentimos deseosos de participar activamente en la
defensa de nuestras libertades y privilegios constitucionales frente a
las injustas y crueles demandas de tiranía y opresión.
Sin embargo, tal y
como se presentan ahora mismo las cosas a bordo de esta fragata, parece
no haber perspectivas de que podamos prestar ningún servicio desde
nuestro puesto actual. Llevamos en esta situación una cantidad de tiempo
considerable. Personalmente, estamos muy familiarizados con el
auténtico carácter y comportamiento de nuestro comandante, el comodoro
Hopkins, y hemos recurrido a este método al no disponer de una
oportunidad mejor para solicitar con sinceridad y humildad al honorable
Comité naval que se dé parte sobre dicho carácter y comportamiento, pues
suponemos que esa es la naturaleza del comodoro Hopkins, y que este es
culpable asimismo de unos crímenes que lo hacen muy poco apropiado para
la misión pública que ahora ocupa, crímenes que nosotros mismos, los
abajo firmantes, podemos atestiguar de sobra".
Tras recibir esta carta, el Comité naval investigó al comodoro
Hopkins. El comandante reaccionó expulsando a sus oficiales y a la
tripulación, y en un ataque de ira interpuso una demanda criminal por
difamaciones contra el guardiamarina Samuel Shaw y el alférez Richard
Marvin, los dos oficiales que admitieron haber redactado la petición. La
demanda se presentó en los tribunales de Rhode Island, cuyo último
gobernador colonial había sido Stephen Hopkins, firmante de la
Declaración de Independencia y hermano del comodoro.
El caso se asignó a un juez nombrado por el gobernador Hopkins. Sin
embargo, antes de que empezase el juicio, John Grannis, oficial naval
compañero de Shaw y Marvin, salvó a estos dos últimos al romper filas y
presentar el caso directamente ante el Congreso Continental. El Congreso
intervino, alarmado ante la idea del precedente que sentaría permitir
que una queja militar por negligencia quedase sometida a una acusación
criminal por difamación. Así, el 30 de julio de 1778, puso fin al mando
del comodoro Hopkins, ordenó al Departamento del Tesoro abonar las tasas
judiciales de Shaw y Marvin y promulgó por unanimidad la primera ley
estadounidense de protección de los informantes.
Dicha ley estipulaba
que era "el deber de todas las personas al servicio de Estados Unidos,
así como del resto de los habitantes de este país, notificar lo antes
posible al Congreso o a cualquier otra autoridad pertinente cualquier
mala conducta, fraude o falta cometidos por cualquier oficial o persona
al servicio de dicho Estado y que pudiese haber llegado a su
conocimiento".
Esta ley me dio esperanzas entonces, y aún me las da. Incluso en las
horas más oscuras de la Revolución, con la existencia misma del país en
juego, el Congreso no solo agradeció un acto de disidencia por
principios, sino que consagró ese tipo de actos como un deber. Llegada
la última mitad de 2012, yo estaba decidido a ejercer ese deber, aunque
sabía que mis revelaciones las iba a hacer en un momento muy distinto:
un momento más cómodo y a la vez más cínico.
Pocos de mis superiores en
la Intelligence Community, si es que había alguno, habrían sacrificado
sus carreras por los mismos principios estadounidenses por los que el
personal militar sacrifica con frecuencia su vida. Y en mi caso,
recurrir a un escalón más alto en "la cadena de mando" —que la IC
prefiere denominar "los canales adecuados"— no era una opción, como sí
lo fue para los diez hombres de la tripulación del Warren. Mis
superiores no solo eran conscientes de lo que estaba haciendo la
agencia, sino que estaban dirigiendo esas acciones ellos mismos: eran
cómplices.
En organizaciones como la NSA —en las que las prácticas ilícitas se
han convertido en algo tan estructural que no son ya cuestión de una
iniciativa en concreto, sino de una ideología—, los canales adecuados no
acaban siendo más que una trampa en la que atrapar a los herejes y
adversos. Yo ya había experimentado un fallo de mando en Warrenton, y
luego de nuevo en Ginebra, donde en el desarrollo de mis deberes había
descubierto una vulnerabilidad de seguridad en un programa crucial.
Había informado sobre esa vulnerabilidad, y cuando nadie hizo nada al
respecto, también lo comuniqué. A mis supervisores no les gustó que
hiciese tal cosa, porque a sus supervisores tampoco les había gustado.
La cadena de mando es realmente una cadena que ata, y los eslabones de
abajo solo pueden subir si lo hacen los de arriba.
Pertenecer a una familia de guardas costeros me había permitido
fascinarme desde siempre con la cantidad de vocabulario correspondiente
al ámbito de la revelación de secretos que tiene un trasfondo náutico en
inglés. Antes incluso de los tiempos de la fragata Warren, las organizaciones, igual que los navíos, sufrían filtraciones, o leaks en inglés. Cuando el vapor sustituyó al viento como mecanismo de propulsión, se soplaban silbatos, o whistles,
en el mar para indicar distintas intenciones y emergencias: un soplo
para pasar por el puerto, dos soplos para pasar a estribor, cinco para
una advertencia.
Por su parte, en otras lenguas europeas esos mismos términos están
con frecuencia cargados con valencias políticas que vienen condicionadas
por el contexto histórico. Los franceses utilizaron denonciateur
durante gran parte del siglo XX, hasta que en la época de la Segunda
Guerra Mundial la asociación de la palabra con ser un "denunciante" o
"informante" para los alemanes provocó que se diese preferencia al uso
de lanceur d’alerte ("el que lanza una alerta"). El alemán, una
lengua que ha luchado contra su pasado cultural ligado a los nazis y a
la Stasi, evolucionó más allá de su propio Denunziant e Informant para incorporar el poco satisfactorio Hinweisgeber ("el que da consejos"), Enthueller ("revelador"), Skandalaufdecker ("descubridor de escándalos") e incluso un término marcadamente político como ethische Dissidenten ("disidente ético").
No obstante, el alemán usa pocas de esas palabras online; con respecto a las revelaciones actuales basadas en internet, sencillamente ha cogido prestado el término inglés whistleblower y ha creado el verbo leaken
a partir también del inglés. Por otro lado, los idiomas de regímenes
como el de Rusia y China emplean términos cargados con una connotación
peyorativa de "chivato" o "traidor". En dichas sociedades, haría falta
una prensa libre y fuerte para imbuir esas palabras de unos tintes más
positivos, o para acuñar otras nuevas que enmarcasen las revelaciones no
en el terreno de la traición, sino en el de un honroso deber.
En última instancia, todos los idiomas, incluido el inglés,
demuestran la relación de su cultura con el poder por el modo en el que
eligen definir el acto de revelar información. Incluso las palabras
inglesas derivadas del lenguaje marino que parecen neutrales y benignas
enmarcan ese acto desde la perspectiva de la institución que se percibe a
sí misma como perjudicada, no desde el punto de vista del público al
que esa institución ha fallado. Cuando un organismo denuncia "una
filtración", eso lleva implícito que el "filtrador" ha dañado o
saboteado algo.
Actualmente, los términos "filtración" y "soplo" se tratan a menudo
como conceptos intercambiables. Sin embargo, en mi opinión, "filtración"
debería utilizarse de un modo distinto a como se usa comúnmente. Habría
que usarlo para describir actos de revelación hechos no por el interés
público, sino por el interés personal, o en beneficio de unos objetivos
institucionales o políticos. Para ser más preciso, entiendo una
filtración como algo más próximo al trabajo de un infiltrado, o un caso
de "siembra de propaganda": la liberación selectiva de información
protegida para influir en la opinión pública o afectar a un proceso de
toma de decisiones.
Es raro que pase un solo día sin que algún
funcionario de alto rango del Gobierno "sin nombre" o "anónimo" filtre,
mediante una insinuación o un apunte a un periodista, alguna información
clasificada que suponga un adelanto de su agenda o de las actividades
de su agencia o partido.
Esta dinámica quizá tenga su ejemplo más descarado en un incidente
ocurrido en 2013, cuando unos agentes de la Intelligence Community,
probablemente con intención de inflar la amenaza del terrorismo y
desviar las críticas contra la vigilancia masiva, filtraron a varios
sitios web de noticias unos relatos con todo lujo de detalles sobre una
teleconferencia entre el líder de Al Qaeda Ayman al-Zawahiri y sus
afiliados internacionales. En esa llamada "teleconferencia de la
muerte", Al-Zawahiri debatía supuestamente cuestiones de cooperación
organizativa con Nasser al-Wuhayshi, líder de Al Qaeda en Yemen, y con
representantes de los talibanes y de Boko Haram.
Al desvelar su
capacidad para interceptar esa teleconferencia (es decir, si nos creemos
la filtración, que consistía en una descripción de la llamada, no en
una grabación), la IC estaba tirando por la borda, sin posibilidad de
volver atrás, un método extraordinario gracias al cual recibía
información sobre los planes e intenciones de los más altos rangos del
liderazgo terrorista, y lo hacía únicamente para ganarse una posición
ventajosa momentánea en las noticias. No procesaron ni a una sola
persona como resultado de esta artimaña, aunque fuese sin ninguna duda
una maniobra ilegal y le costase a Estados Unidos la posibilidad de
seguir teniendo pinchada la supuesta línea directa de Al Qaeda.
La clase política estadounidense había demostrado por activa y por
pasiva su voluntad de tolerar filtraciones que sirviesen a sus propios
fines, e incluso de generarlas. La IC anuncia a menudo sus "éxitos",
independientemente del nivel de clasificación que puedan tener y de las
posibles consecuencias de hacerlo.
En la memoria reciente, no hay ningún
ejemplo más claro en este sentido que las filtraciones relacionadas con
el asesinato extrajudicial en Yemen del clérigo extremista Anwar
al-Aulaqi, estadounidense de nacimiento. Al hacer público sin respiro
alguno el ataque con drones contra Al-Aulaqi a través del Washington Post y The New York Times,
la Administración Obama admitía tácitamente la existencia del programa
de drones de la CIA y su «matriz de disposición», o lista de asesinatos,
cuestiones ambas que oficialmente son secretas.
Asimismo, el Gobierno
confirmaba con ello, de forma implícita, que tomaba parte no solo en
asesinatos selectivos, sino además en asesinatos selectivos de
ciudadanos estadounidenses. Estas filtraciones, conseguidas del mismo
modo coordinado que sigue cualquier campaña mediática, fueron
demostraciones impactantes del enfoque circunstancial que el Estado da a
la confidencialidad: un precinto que debe conservarse para que el
Gobierno actúe con impunidad, pero que puede romperse siempre que el
Gobierno quiera atribuirse méritos.
Únicamente en este contexto puede entenderse por completo la relación
latitudinal del Gobierno estadounidense con las filtraciones. Ha
perdonado filtraciones "no autorizadas" cuando estas han generado unos
beneficios inesperados, y ha olvidado filtraciones "autorizadas" cuando
han provocado algún daño. Sin embargo, si el carácter inocuo y la falta
de autorización de una filtración, por no mencionar su ilegalidad
esencial, suponen poca diferencia en cuanto a la reacción del Gobierno,
¿qué es entonces lo que marca esa diferencia? ¿Qué hace que una
revelación sea permisible y otra no?
La respuesta es el poder. La respuesta es el control. Una revelación
se considera aceptable solo si no supone un desafío a las prerrogativas
fundamentales de una institución. Si puede suponerse que los diversos
componentes de una organización, desde la oficina de clasificación de
correspondencia hasta el conjunto ejecutivo, tienen todos el mismo poder
para debatir asuntos internos, eso quiere decir que los Ejecutivos han
cedido su control sobre la información y está en peligro el
funcionamiento ininterrumpido de la organización.
Aprovechar esa
igualdad en cuanto a voz, independiente de la jerarquía administrativa o
decisoria de una organización, es lo que significa propiamente el
término "dar un soplo", o ser un denunciante; y este acto resulta
particularmente amenazante para la IC, una institución que funciona de
acuerdo con una estricta compartimentación y bajo un velo de
confidencialidad legalmente codificado.
Un "soplón" o "denunciante", según mi definición, es una persona que,
tras pasar por una dura experiencia, ha llegado a la conclusión de que
su vida dentro de una institución se ha hecho incompatible con los
principios desarrollados en el conjunto de la sociedad que está fuera de
ella, y con la lealtad debida a dicha sociedad, cuestión por la que esa
institución debería rendir cuentas. La persona es consciente de que no
puede permanecer en la institución, y sabe además que la institución no
se puede desmantelar, o que no va a hacerse tal cosa. Sin embargo,
considera que la institución sí podría reformarse, así que da el soplo y
revela la información pertinente para incorporar el factor de la
presión pública.
Lo anterior es una buena descripción de mi situación, con un añadido crucial: toda la información que yo pretendía desvelar estaba clasificada como secreta.
Para dar un soplo sobre programas secretos, me veía obligado además a
dar un soplo sobre el sistema de confidencialidad en su conjunto, de
forma que lo expusiera no como la prerrogativa estatal absoluta que la
IC afirmaba que era, sino más bien como un privilegio ocasional del que
la IC abusaba para subvertir la supervisión democrática. Sin sacar a la
luz el alcance completo de este esquema de confidencialidad sistémica,
no habría esperanza ninguna de restaurar un equilibrio de poder entre
los ciudadanos y su gobernanza. Esta restauración es el motivo que
considero esencial en el acto de dar un soplo: marca la revelación de
información no como un acto radical de disensión o resistencia, sino
como un acto convencional de regreso; le indica al barco que vuelva a
puerto, donde lo van a desmantelar y a reformar y van a tapar las
filtraciones, antes de darle la oportunidad de empezar de nuevo.
Esa era la única respuesta adecuada a la dimensión del delito: una
exposición absoluta del aparato de vigilancia masiva al completo, y no
hecha por mí, sino por los medios de comunicación, esto es, la cuarta
rama de facto del Gobierno estadounidense, protegida por la
Carta de Derechos. Después de todo, no iba a bastar con desvelar
sencillamente un abuso en concreto, o una serie de abusos, que la
agencia pudiera dejar de cometer (o fingir que lo hacía), mientras el
resto del aparato en la sombra permanecía intacto. Por el contrario, estaba decidido a sacar a la luz un hecho único
que lo abarcaba todo: que mi Gobierno había desarrollado un sistema
global de vigilancia masiva, y lo estaba usando sin el conocimiento ni
el consentimiento de su ciudadanía.
Las circunstancias pueden hacer que un denunciante o "soplón" surja
en cualquier nivel activo de una institución. Sin embargo, la tecnología
digital nos ha llevado a una era en la que, por primera vez en la
historia desde que se tienen registros, los denunciantes más efectivos
llegarán de abajo arriba, de las filas tradicionalmente menos
incentivadas para mantener el statu quo. En la IC, como en casi
cualquier institución descentralizada de tamaño enorme que dependa de
ordenadores, esas filas inferiores están plagadas de tecnólogos como yo,
cuyo acceso legítimo a una infraestructura vital resulta extremadamente
desproporcionado con respecto a su autoridad formal para influir en
decisiones institucionales.
En otras palabras, suele existir un
desequilibrio prevalente entre lo que la gente como yo debe saber,
supuestamente, y lo que tenemos la capacidad de saber, así como entre el
poco poder del que disponemos para cambiar la cultura institucional y
el enorme poder que tenemos para trasladar nuestras preocupaciones a la
cultura en general. Pese a que sin duda se puede abusar de esos
privilegios tecnológicos (al fin y al cabo, la mayoría de los tecnólogos
que trabajan en sistemas tiene acceso a todo), el mayor ejercicio que
se hace de ellos es en casos relacionados con la propia tecnología. Unas
habilidades especiales conllevan unas mayores responsabilidades. Los
tecnólogos que pretendan informar sobre el mal uso sistémico de la
tecnología deberán hacer algo más que publicar sus hallazgos, si es que
quieren que se entienda la importancia de dichos hallazgos. Tienen el
deber de contextualizarlos y explicarlos, de desmitificarlos.
Unas pocas docenas de las personas mejor posicionadas en todo el
mundo para hacer esto se encontraban allí: estaban sentadas a mi
alrededor en el Túnel. Mis compañeros tecnólogos llegaban todos los días
y se sentaban ante sus terminales para seguir haciendo el trabajo del
Estado. No eran inconscientes sin más de los abusos cometidos por ese
Estado, sino que no tenían ninguna curiosidad al respecto, y esa falta
de curiosidad no los hacía malvados, sino trágicos. Daba igual que
hubiesen recalado en la IC por patriotismo o por oportunismo: una vez
que habían entrado en la maquinaria, se habían convertido ellos mismos
en máquinas." (Edward Snowden , El País, 13/08/19)
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