"En estos días hubo una noticia bomba: nos enteramos de que los muy ricos son muy ricos y quieren ser más ricos todavía y no piensan detenerse ante nada para serlo.
La noticia fue tapa de todos los diarios: un consorcio
de periodistas contó que había accedido a más de 13 millones de
archivos de Appleby, una vieja compañía financiera —Bermudas, 1898—
especializada en offshore legal services. Lo
cual podría traducirse como “servicios legales fuera de las costas” si
no debiera traducirse como “servicios legales fuera de las leyes”.
La noticia, por supuesto, no es que existan esos
refugios para el dinero gris: todos lo sabemos, aun si no sabemos bien
cómo funcionan, porque su principal característica consiste en
ocultarlo. Esos refugios son la obra de batallones de expertos
contratados por los grandes capitanes del sistema para encontrar las
mejores maneras de burlar al sistema.
A veces no son ilegales; otras sí.
Y son, siempre, truquitos que ofrece el capitalismo globalizado para
pagar menos impuestos: para defraudar a tu Estado —a tus compatriotas—
birlándole lo que les debes.
En castellano los llaman paraísos fiscales. Es, antes que nada, un error: una mala traducción del inglés haven —refugio, cala— que algún ignaro transformó en heaven
—cielo, paraíso— y que se fue imponiendo. Y es curioso: si el paraíso
original es un invento de los poderosos para que todos sigan las reglas
que ellos fijan, el paraíso fiscal es un invento de los poderosos para
no seguir las reglas que ellos fijan.
Esos refugios-paraísos muestran su fuerza y su
debilidad: que pueden esconder sus dineros, que deben esconderlos. Son
el mejor ejemplo de la desigualdad: que los que más tienen tienen más
posibilidades de escapar a la ley.
Pero nada de todo esto debería ser noticia: lo
sabemos. Gabriel Zucman, economista de Berkeley experto en el asunto,
calcula que el 10 por ciento de la riqueza del mundo está escondida en
los diversos paraísos, y que el África sola pierde, cada año, unos
14.000 millones de dólares en impuestos impagos: tantas escuelas, tantos
hospitales.
También dice que el 45 por ciento de los beneficios de las
multinacionales se derivan a paraísos donde no pagan impuestos: unos 720.000 millones de dólares en 2015. Y eso no es una noticia: es lo que pasa todo el tiempo.
La noticia de los Paradise Papers —o Papeles del
Paraíso— fue, si acaso, que entre los dueños de ese dinero gris estaban
los ministros de Finanzas de Argentina y Brasil, el de Comercio
estadounidense, el presidente colombiano Santos, el cantante humanitario
Bono y la cantante casi humana Madonna, las reinas de Inglaterra y de
Jordania, la novia del exrey de España, los virreyes Slim y Soros,
Apple, Facebook, Nike, McDonald’s, Siemens y compañía limitada. Y que
juntan, entre todos, unos 10 millones de millones de dólares. Y tampoco
es realmente una noticia: los muy ricos usan esos trucos y si alguien no
lo sabe es porque no quiere saberlo.
(Aunque queda peor cuando ocupan un cargo: es feo que
alguien que debería custodiar el bien público utilice los mejores
recursos que el dinero puede pagar para trampear a ese bien público. O,
dicho de otro modo: que se gaste o se haya gastado fortunas en asesores
que le dirán cómo evadir los impuestos del Estado que maneja).
Los Papeles del Paraíso también ponen en escena el
funcionamiento y las funciones de la información. Nos cuentan algo que
ya sabíamos, aunque no supiéramos detalles. ¿Qué hacemos con eso? Quizás
indignarnos un rato. O aliviarnos con la ilusión de que nadie está
completamente a salvo de que lo denuncien. O regodearnos pensando en la
—relativa— desazón de los denunciados.
O quizá sirva para recordarnos que no hay autoridad
global que pueda o quiera controlar las grandes fortunas globalizadas,
escondidas en sus paraísos, y que todo va a seguir igual pese a estos
pequeños contratiempos. O para que no olvidemos que no tenemos ni idea
de cómo funciona realmente el capitalismo global: que a veces intentamos
espiarlo pero a lo sumo vemos, de tanto en tanto, por el ojo de la
cerradura, esa ínfima porción que ya sabíamos.
A veces el periodismo saca por un momento a la luz
pública eso que todos sabemos pero tantos deciden no ver. Entonces
algunos poderosos no tienen más remedio que reaccionar un poco: esta
semana, por ejemplo, el ministro de Economía de Francia, Bruno Le Maire,
propuso a sus colegas europeos sanciones contra los paraísos.
Hay una escena de Casablanca
en que el capitán Renault, que acaba de ganar con trampas mucho dinero
en la ruleta del Rick’s Café, necesita una excusa para cerrarlo.
Entonces, con cara de matrona ofendida, dice: “Oh, qué sorpresa, aquí se
juega por dinero” —y ordena la clausura—.
El periodismo es un engranaje necesario de este juego
hipócrita: el que obliga a los gobiernos a decir, cada tanto, “Oh, qué
sorpresa, aquí se roba”, y hacer como si fueran a hacer algo. Es cierto
que los Estados pierden mucho dinero pero lo ganan los hombres que
suelen manejarlos.
También por eso es improbable que lo hagan, a menos
que los obligue un clamor incontenible. ¿Y por qué habrían de hacerlo?
Solo nos están robando —al público, a los pueblos— millones de
millones, mucho más que cualquier impericia, que cualquier corruptela." (
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