"De un tiempo a esta parte, es común escuchar chistes a cuenta de los
beneficios que reporta la corrupción al PP. Saben aquel que diu que
“faltó un escándalo de corrupción más para que el PP se hiciera con la
mayoría absoluta y por eso anhelan ir a terceras elecciones”.
Durante
años mucha gente se llevó las manos a la cabeza tratando de explicarse
como lograba el PP reeditar sus triunfos electorales en la Comunidad
Valenciana, a pesar de la evidencia palmaria de que las prácticas
corruptas estaban extendidas en el Gobierno autonómico.
La investigación
académica robusta nos muestra que, durante la etapa de expansión
económica, los españoles se mostraron dispuestos a condonar actividades
ilícitas de sus representantes, reeligiendo, por ejemplo, a muchos
alcaldes encausados.
Frente a esa realidad se levantan voces que
reclaman reformas institucionales que prevengan la corrupción y permitan
castigarla rápida y ejemplarmente, cuando se detecta, para disuadir a
futuros aventureros.
Es lo que se conoce en la literatura académica como
planteamientos institucionalistas. Los institucionalistas están
convencidos de que pequeños arreglos institucionales —aquí un zurcido,
allá un remiendo— pueden corregir el fenómeno, o al menos mejorar
sustancialmente la situación de partida.
Los planteamientos institucionalistas se han hecho muy populares en
nuestro país. Los programas de los distintos partidos se han llenado de
propuestas para evitar puertas giratorias, controlar la capacidad
gubernamental para indultar, expulsar de la vida política a imputados,
eliminar aforamientos, suprimir instituciones que puedan ser un criadero
de redes clientelares o crear nuevas agencias de supervisión.
Las
medidas se convierten en un sine qua non para pactar, complicando la
formación de nuevos Gobiernos. Cualquier reticencia a adoptar estas
medidas es fustigada con el reproche de que falta voluntad política,
cuando no con la acusación de complicidad con la pervivencia de la
corrupción. Los compromisos de lucha contra la corrupción son aupados al
primer lugar en el orden de prioridades, muchas veces a costa de otros
asuntos, impregnando el ambiente de empalagosa moralina.
Desafortunadamente,
la realidad es terca. Es muy difícil extirpar la corrupción. La
evidencia comparada presenta pocos casos de éxito. El mejor predictor
del nivel de corrupción de un país es su nivel de corrupción unos años
antes, incluso varias décadas atrás.
Son escasos los países que han
transitado rápidamente desde una situación con altos niveles de
corrupción a otra con niveles reducidos, y los pocos que lo han hecho
(Hong Kong y Singapur) eran regímenes autoritarios que han empleado
medidas draconianas, difícilmente admisibles en un contexto democrático.
Las situaciones de corrupción endémica son auténticas cárceles, que
mantienen a países atrapados en equilibrios subóptimos. Lanzar un
paquete de iniciativas aisladas suele ser infructuoso, mientras que
abordar un programa ambicioso y coherente de reformas exige enormes
dosis de ambición y capacidad, que resulta muy difícil recabar en
sociedades plurales y reflexivas, atravesadas por fracturas sociales y
diferencias de criterio respecto a lo que conviene hacer.
Como
señala el politólogo sueco Bo Rothstein, uno de los mayores
especialistas en el campo, es habitual que la introducción de medidas
anticorrupción en un área desplace las actividades ilícitas a otras
donde las oportunidades siguen intactas mientras no se generalice la
convicción colectiva de que las prácticas corruptas resultan inviables
en toda la sociedad.
Dar ese salto exige mucho más que un conjunto de
promotores con una capacidad de maniobra limitada para desarrollar las
medidas necesarias y una capacidad cognitiva parcial para anticipar los
efectos de las iniciativas que sí pueden promover.
¿Debemos
resignarnos pues a que la situación no pueda cambiar? Ni mucho menos.
Como señala la investigación internacional más acreditada, podemos
luchar contra la corrupción combatiendo la desigualdad, la exclusión y
la desestructuración social.
La corrupción suele ser el resultado final
de un proceso que comienza varios estadios antes, en lo que se conoce
como una trampa de la desigualdad (expresión de Eric Uslaner). Las
sociedades con elevado grado de corrupción suelen encontrarse atrapadas
en un círculo vicioso, donde la desigualdad alimenta percepciones de
desconfianza en los conciudadanos (desconfianza generalizada) en
combinación con altas dosis de confianza particularista (tendencia a
favorecer a personas del círculo próximo o familiar).
En un mundo
desigual, las personas asumen que no pueden progresar gracias a su
talento y esfuerzo, y perciben la corrupción como algo inevitable.
Aunque se sientan incomodadas por su existencia, se avienen a aceptarla y
participar en ella para salir adelante. En un contexto adverso, no
renuncian a comportarse de forma deshonesta si se presenta una
oportunidad de obtener ayudas, de colocar a sus hijos en los mejores
colegios públicos o de enriquecerse.
Se mostrarán dispuestas a comprar
favores, torcer voluntades o buscar la protección o el apoyo de
poderosos. La agregación de estos comportamientos engendra dependencias
de la senda (path dependencies), de las que resulta complicado
apartarse. Es más, la propia corrupción refuerza, a su vez, la
desigualdad, al otorgar ventajas a quienes ya parten de una posición de
privilegio relativo.
Reducir la desigualdad libera a las personas
más vulnerables de dependencias, y las empodera frente a los agentes
poderosos que se benefician del statu quo corrupto. Escapar a la trampa
de la desigualdad no es imposible, pero requiere tiempo.
Los países que
lo han logrado —los menos corruptos en el mundo— han acompañado reformas
institucionales orientadas a combatir la corrupción con políticas de
bienestar universalistas e inclusivas, que han convencido a la
ciudadanía de que los equilibrios sociales fundamentados en la
prevalencia de prácticas corruptas eran subóptimos, alimentando la
confianza interpersonal generalizada, el valor de la honestidad y el
optimismo respecto a las posibilidades de progreso.
La mejor receta
contra la corrupción son las políticas que favorecen la inclusión y la
igualdad de oportunidades. Es la receta que, en unas cuantas décadas, ha
convertido a los países nórdicos en los menos corruptos del mundo.
Acojamos
pues con cautela las promesas de profetas que nos anuncian la
posibilidad de erradicar la corrupción con un puñado de reformas
institucionales, regalando los oídos a la ciudadanía indignada.
Nos
enfrentamos a lo que los anglosajones llaman un fenómeno social
“pegajoso” (sticky). Hasta que no lo reconozcamos como tal,
malgastaremos tiempo y energía en un empeño infructuoso mientras
desatendemos el asunto más perentorio de la desigualdad. Y con ello, sin
darnos cuenta, estaremos malogrando además la posibilidad de avanzar
realmente en la lucha contra la corrupción." (Pau Marí-Klose, El País, 27-09-16)
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