"La cosa comenzó en 2003, en plena mayoría absoluta que permitía al PP
pergeñar una estrategia a largo plazo. En lo que alguna doctrina, en
aquel momento, no dudó en calificar como “diarrea legislativa”, se
sucedieron la contrarreforma penal y procesal, el empoderamiento de la
Audiencia Nacional y la creación de los juicios rápidos (que, Aznar
dixit, iban a barrer la pequeña delincuencia de las calles). Pero
también se diseñó un mecanismo de control de nombramientos en la cúpula
del Poder Judicial.
Un control que acaba siendo mucho más amplio que los propios nombres
elegidos. Y es que la combinación de aforamientos y competencias de la
propia Audiencia Nacional hace, que con tener en tus manos la
designación de una cantidad reducida de jueces y magistrados, controles
políticamente todas aquellas causas que pueden alterar el statu quo
político constitucionalista.
Ruiz Gallardón vino a consagrar
definitivamente ese sistema, alterando el funcionamiento del Consejo
General del Poder Judicial y creando una Comisión Permanente. Dicha
Comisión, que funciona en la práctica como el Consejo en pleno, es
elegida discrecionalmente por su todopoderoso presidente. El Consejo
queda así vacío de atribuciones.
El propio PP descubrió, en el año 2018, que aquella reforma había ido
demasiado lejos: el monstruo se había independizado de su creador.
Aquella estrategia decidida en 2003 había reaccionado químicamente con
un estamento judicial que no pasó por el filtro democrático de la
transición a partir de 1978, y nada acostumbrado a otra cosa que no sea
una interpretación literal de la Ley, huérfana de su sentido
constitucional en lo referido a los derechos fundamentales.
Así, una
cúpula reducida de jueces se sentía tocada por el designio divino:
poseedores del mantra de la independencia judicial – versión “a mí no me
tocas” -, inmunes a todo control político democrático, reforzados por
una máquina mediática que ve cualquier intento de rendición de cuentas
como una inadmisible injerencia (siempre por parte de la izquierdas)…
Esa cúpula dictaba sus normas al ejecutivo y al legislativo,
reconvenía a placer a todo el que le viniera en gana, y ocultaba manejos
como los de una Comisión Permanente presidencial que viene efectuando
nombramientos sin ningún tipo de control para los próximos años. Y esa
cúpula tenía como principio general de la interpretación del derecho,
por encima de cualquier otra consideración, la Unidad de España, elevada
a la categoría de principio fundamental del Estado. Con la bandera muy
presente, y los derechos fundamentales más bien ausentes, la nave
zozobra.
Ciudadanos, el partido menguante, solicitó que “a los jueces los
eligieran los jueces”; algo que no era sino otorgar cobertura política a
la endogámica batalla a la que han sucumbido las asociaciones
judiciales, deseosas de poder copar el consejo bajo el poderoso
ideograma de la independencia.
Frente a eso, tanto Podemos como el Partido Socialista y la corriente
de Estado del Partido Popular pactamos una reforma de la Ley.
Proponíamos volver al sistema anterior, en que los jueces siguen
proponiendo sus candidatos (atención, esto siempre es así), y las
Cámaras los siguen nombrando por mayoría reforzada. Entendíamos (al
menos por nuestra parte) que la ruptura del bipartidismo iba a generar
mayor necesidad de acuerdos y consenso, y por tanto una mayor pluralidad
democrática en el Consejo. Entendíamos que se conseguiría un Consejo
más parecido a la sociedad y menos parecido a lo que hay en la cúpula
judicial exclusivamente.
Al mismo tiempo, propugnábamos la desaparición
de la Comisión permanente, acabando con el presidencialismo; y
establecíamos una mayor transparencia en los nombramientos, solicitando
además que se tuvieran en cuenta los criterios de mérito, especialidad y
paridad (otra de las grandes brechas) de forma motivada.
En aquella reforma pactada, establecíamos además la posibilidad de
comparecencias ante el Congreso de los miembros del Consejo, a petición
de dos grupos parlamentarios, para dar cuenta a la ciudadanía de
cuestiones de actualidad. Queríamos que el Consejo diera a conocer su
postura ante la opinión pública… y que los grupos políticos pudieran
también mostrarla, reforzando esa visión plural de la Justicia. Quiero
recordar que Podemos propuso, además, desvincular el mandato de la
Fiscalía General de Estado del Gobierno de Turno, asegurando así su
independencia de criterio y evitando polémicas como la generada ahora
con el nombramiento de Dolores Delgado.
Todos estos cambios iban a ponerse en vigor en la inminente
renovación; por ello, y en paralelo, nos pusimos a negociar, a fin de
poner en marcha inmediatamente las reformas. Pero el PP de Casado
dinamitó la resolución de lo que considero una urgente necesidad; y lo
hizo al grito de «La Justicia es mía y el Estado me da igual».
Así, los populares se niegan a la renovación para que no entren en
vigor las reformas. Los beneficios (para el partido) de esta estrategia
(partidista) son evidentes. Si el Gobierno nombra a Dolores Delgado
Fiscal General del Estado, Casado hace unas declaraciones sobre lo que
debería hacer el Consejo… porque ya sabe que el Consejo va a poner en
duda mediática el nombramiento retirando la palabra “idónea” de su
informe. La simbiosis es perfecta, y así debe ser para que la derecha,
que ha perdido el poder, siga conservando resortes del Estado que puedan
hacer oposición al Gobierno. A ese Gobierno que no han dudado en
calificar de ilegítimo desde el minuto uno (como en Navarra, por
cierto).
En el escenario actual, la guerra entre el poder ejecutivo y el judicial
está servida. El Siglo XXI es el del poder judicial. Lo estamos viendo
en el ámbito internacional, donde hay resoluciones que quitan y ponen
gobiernos. Pero nuestro futuro como democracias avanzadas depende del
mantenimiento del equilibrio de poderes, de la disolución de una casta
judicial autoritaria que está por encima de las normas, el control
democrático de las instituciones y el aseguramiento del pluralismo. Y a
la derecha política y mediática no se la espera en esta reivindicación." (Edurado Santos, Publico, 23/01/20)
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