"El mediático caso de Rodrigo Rato no es un hecho
aislado sino la punta de iceberg que asoma un día sí y otro también de
la putrefacta política española.
En contra de lo pregonado por voceros
gubernamentales, el rosario de escándalos no prueba que el sistema
funcione ni que los corruptos reciban su merecido. Indica, más bien, que
la corrupción no se compone de episodios excepcionales, ni se limita a
individuos concretos.
Es, por el contrario, estructural y sistémica. Constituye la regla, no la excepción. Estirando de una cereza, acaban saliendo casi todas. (...)
El lamentable proceso comenzó en la Transición, cuando los partidos
acordaron sufragar gastos vendiendo favores desde el poder.
Establecieron las bases de una corrupción industrial y organizada que
remplazaría los artesanales métodos vigentes. El objetivo era
garantizar a las grandes formaciones enormes recursos, una notable
ventaja comparativa con la que perpetuar el cerrado sistema de turnos.
Quizá el plan original limitara estas depravadas prácticas a la
financiación de los partidos, pero una vez la bola comenzó a rodar,
nadie pudo, quiso o intentó frenarla. Intermediarios, aventureros y
aprovechados descubrieron rápidamente que la ausencia de controles, la
pasividad de la ciudadanía y las ubicuas prácticas irregulares,
constituían un fantástico caldo de cultivo para enriquecerse a costa del
contribuyente.
La financiación de los partidos se convirtió en la excusa, la enorme
coartada que ocultaba un ingente flujo de dinero a bolsillos privados.
Un latrocinio que, por acción u omisión, salpicaba a toda la clase
política, aunque algunos no se beneficiaran personalmente.
Todo el
sistema acabó sucumbiendo a una irresistible corriente que primaba el
favor sobre el mérito, el privilegio sobre el derecho, el clientelismo
sobre transparencia. Los dirigentes difuminaron a su antojo la frontera
que separa lo público de lo privado con la complicidad de una prensa oportunamente silenciada por el vil metal.
¿Un mal menor?
Aun así, algunos vieron en todo ello un mal menor. La corrupción, aun
intensa y grave, parecía limitada a las alturas, circunscrita a la
clase política. En España, pensaban, la podredumbre no bajaba a ras de
suelo ni contaminaba otras instancias. Nada parecido a esos países donde
el ciudadano debe pagar mordidas cada vez que se cruza con algún
funcionario o agente de la autoridad.
Pero se trataba de un mero
espejismo. Semejante grado de putrefacción siempre se contagia, se
expande, se filtra por todos los recovecos, emponzoña todo los ámbitos.
Los abominables métodos se desparramaron por todo el Estado, se trasladaron a la sociedad civil por la tolerancia interesada y el ejemplo, unas vías de contagio que multiplican y esparcen los gérmenes patógenos por doquier.
Las grandes empresas, pagadoras de comisiones, comenzaron a primar
las relaciones con el poder, el intercambio de favores, en detrimento de
la eficiencia o la buena gestión. El éxito no provendría del talento o
la innovación sino de una legislación favorable, cortada a medida por un
diligente sastre que pasaba la factura por adelantado.
Demasiados
funcionarios callaron ante lo que acontecía delante de sus narices y los
pocos que alzaron la voz sufrieron represalias. Y, gracias a
unos oportunos cursillos de formación, patronal y sindicatos aprobaron
con nota suficiente para entrar por la puerta grande del sistema.
En un régimen pervertido hasta la médula, el poder se vale de
cualquier método, por muy sucio que sea, para doblegar voluntades. Llega
incluso a fomentar y tolerar la corrupción de ciertos individuos, a
hacer la vista gorda para tomar nota, recabar la información pertinente y
componer los famosos dossiers, esos documentos que servirán
para airear trapos sucios o ejercer un chantaje.
El procedimiento cobra
especial gravedad cuando se trata de doblegar la voluntad de jueces. Los
manejos de Luis Pascual Estevill, que utilizaba la
amenaza de prisión para exigir a los acusados grandes cantidades de
dinero, eran bien conocidos en los años 90 y, a pesar de ello, fue nombrado vocal del CGPJ.
¿A pesar de ello? No, probablemente por ello.
Manejable es aquél que tiene mucho que ocultar. Desde entonces,
incesantes rumores avisan sobre turbios enjuagues en la justicia, últimamente acerca del nombramiento de administradores concursales. Agua de borrajas. ¿Hay algún otro Estevill en cargos de gran responsabilidad?
La sociedad no es inmune
Como el pescado, los regímenes comienzan a pudrirse por la cabeza. Juan Carlos
marcó la pauta en el generalizado tráfico de favores, influencias y
cobro de comisiones. Algunos matarían por contemplar el conjunto de
documentos que, colocados sobre la mesa, resultaron infalibles para
lograr su abdicación. Seguramente, por limitación de espacio, se trató de una mera selección de dossiers, no de la colección completa.
Otras veces, la información sensible sirve para ofrecer una cabeza en
bandeja de plata, arrojar a los leones quien pierde el favor del poder o
disparar en el curso de una lucha intestina. También permite lanzar a
la opinión pública un buen hueso para roer. Rato debe ser investigado,
por supuesto, escudriñando hasta la última trapisonda.
Pero hay demasiados áticos, hípicas, enriquecimientos súbitos, puertas giratorias que quedan impunes. O asuntos sospechosos como el controvertido despacho Equipo Económico, con buenas pistas para que el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, pueda realizar indagaciones.
Siempre que no disponga ya de la información completa, claro.
Desgraciadamente, la sociedad no es inmune a los mensajes implícitos, a los perversos incentivos que rezuma el sistema.
Hay que tener mucha convicción, entereza y fuerza de voluntad para
cultivar la excelencia profesional, el conocimiento, la honradez, los
principios o el juego limpio allí donde el amiguismo, la relación
personal, el enchufe, la trampa, la arbitrariedad y el peloteo son las
únicas vías para medrar." (Juan M. Blanco, Vox Populi, 21/04/2015)
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