"Un asaltante entró por la fuerza en casa de Itziar González el 30 de
abril 2009, la destrozó y robó sus ordenadores personales. El chico
cumplió pena de cárcel, pero, por miedo, nunca llegó a reconocer quién
le había contratado. Meses después, las amenazas de muerte llegaron al
buzón de González.
Antes de estos episodios, simplemente era una
arquitecta de 39 años, reconocida por su mediación en conflictos entre
vecinos y la administración barcelonesa por las polémicas obras de la
Plaza Lesseps. Por su talante, el PSC la había incluido en la novena
plaza, como independiente, de su lista en las municipales de 2007.
González cerró su estudio de arquitectura, indemnizó a los
trabajadores y, tras las elecciones, fue nombrada concejala del distrito
Ciutat Vella, donde prescindió de los altos cargos que los partidos
tenían colocados y puso en su lugar a un equipo de técnicos.
Sus
denuncias contra las irregularidades y la corrupción que encontró –desde
su cargo público participó activamente en la demanda del caso Palau,
entre otras– le supusieron una seria factura personal: tuvo que pasar un
año y medio con escolta y, tras dimitir en 2010, cuatro años sin
trabajo ni paro.
“Todavía siguen sin contratarme las administraciones
públicas porque temen que les pueda dar problemas”, reflexiona la
arquitecta, a la que algunos implicados en la trama de corrupción hacían
referencia –según las grabaciones policiales– como “la puta concejal
que nos para todas”.
Como ella, detrás de decenas de escándalos de corrupción hay
ciudadanos que, desde administraciones públicas estatales, autonómicas o
municipales, decidieron dar el paso y denunciar. “Pero están totalmente
desprotegidos”, critica el ex fiscal anticorrupción Carlos Jiménez
Villarejo, que recuerda que, aunque existe “un estatuto especial para
las víctimas de los delitos, falta protección para los denunciantes de
corrupción”. (...)
las dos personas clave que advirtieron de las irregularidades del
Ayuntamiento de Santa Coloma de Gramanet (Barcelona) fueron el ex
director gerente de planificación Albert Gadea y la interventora Maite
Carol. Tras la denuncia, ambos perdieron su puesto de trabajo.
El
primero aportó al juez importante documentación relacionada con la
financiación ilegal de partidos, que implicaba a reconocidos cargos
institucionales y políticos. Debido a las presiones posteriores que
recibió, Gadea llegó a presentar una querella criminal por mobbing,
pero fue sobreseída tres años después. Aun así, el Ayuntamiento terminó
readmitiendo a Gadea en agosto de 2014, aunque no en el mismo puesto de
trabajo. Carol ve difícil su reincorporación a la función pública.
Las demandas por corrupción están ligadas frecuentemente a tramas
urbanísticas en medianos y pequeños municipios. Pero no todas terminan
en grandes escándalos. Fernando Urruticoechea es uno de los
interventores que más casos ha denunciado, en los siete ayuntamientos en
los que ha trabajado (Galdakao, Sestao, Laredo, Ermua, Leganés, Castro
Urdiales y Crevillent).
En Crevillent, donde vive ahora, la gente ve a
Urruticoechea como una amenaza, alguien que puede desmontar el chiringuito,
en lugar de velar por el dinero público de los ciudadanos. “Las
presiones son fortísimas, pero es mi trabajo”, explica el funcionario.
Además, Urruticoechea denuncia que, cuando sus informes de fiscalización
son críticos, pueden terminar en la papelera del despacho del alcalde
sin que ninguna instancia superior los llegue a conocer, debido a la
falta de un mecanismo de denuncia eficaz. En el gremio, “o estamos
comprados o a nuestros informes no se les hace ningún caso”.
Al igual que la arquitecta González, él también ha sufrido graves
amenazas. De hecho, sus estancias en los ayuntamientos suelen oscilar
entre los dos y los cuatro años. Transcurrido ese tiempo, ha tenido que
hacer las maletas varias veces para evitar la visita de “sicarios”. (...)
Además de la falta de protección para los denunciantes, existen
numerosos factores que lastran o bloquean los procesos contra la
corrupción. El papel de los tribunales, por ejemplo, ha sido
determinante para cubrir con el manto de la impunidad decenas de
escándalos, desde el primer proceso que se abrió en España contra la
delincuencia económica organizada –los llamados de cuello blanco–:
la quiebra de Banca Catalana.
A mediados de los años 80, Jiménez
Villarejo fue quien dirigió la querella presentada por la Fiscalía
General del Estado en 1984 contra 18 exconsejeros de Banca Catalana. El
caso tomó un tinte político porque uno de ellos era Jordi Pujol,
directivo de la entidad en los años 70 y president de la Generalitat cuando se destapó el escándalo.
Los fiscales Villarejo y José María Mena pidieron el procesamiento de
los 18 por presuntos delitos de apropiación indebida, falsedad en
documento público y mercantil y maquinación para alterar precios. Sin
embargo, a pesar de la solidez de la acusación, el pleno de la Audiencia
de Barcelona lo cerró en falso y no se procesó a los acusados de
quebrar la banca.
“El tribunal procedió con criterios conservadores.
Muchos eran simpatizantes de la dictadura, otros tenían connivencia con
el pujolismo y el conservadurismo, y otros actuaron con cobardía y falta
de civismo”, denuncia Villarejo, que asegura que estas prácticas
continúan en la actualidad. (...)
Carlos Martínez, también ha vivido la frustración de que sus
denuncias no trascendieran tras llegar al tribunal. Era inspector de
cursos de formación ocupacional desde 1986 y, en 2007, presentó una
demanda ante la Fiscalía porque 10 centros tenían irregularidades en la
distribución del dinero, lo que habría perjudicado notablemente al
salario de los formadores.
En algunos casos, la entidad habría recibido
subvenciones de 50 euros por hora de clase para cada formador, pero
estos habrían aceptado cobrar apenas 10 euros, aunque en su contrato
figurasen, formalmente, los 50 euros. Los restantes, se los quedaba la
empresa.
La demanda de Martínez fue archivada y reducido el incumplimiento a
simples “errores administrativos”. No obstante, él sigue denunciando la
corruptela a través de varias plataformas, con el objetivo de que la
Fiscalía acepte una demanda colectiva.
Para lograrlo, anima a los
profesores afectados a unirse a su causa. ¿Cuál es el problema? El miedo
a ser incluidos en una lista negra y a que la ley cargue después contra
ellos por haber firmado un documento falso que, en realidad,
beneficiaba a terceros." (Daniel Ayllón , La Marea, 23/02/2015)
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