"La semana pasada, Transparencia Internacional presentó su último
informe. Los dos últimos años la puntuación de España fue tan baja (un
58 sobre 100) que se asumió como el golpe final contra el suelo del
pozo.
Una vez allí, sólo quedaba remontar. Pero los datos de 2017
prueban que hay todavía espacio para el hundimiento. Hemos obtenido una
nota de 57 en el índice de percepción de la corrupción. Junto a Hungría y
Chipre, España es el país que más empeora en comparación con 2016. (...)
El partido del Gobierno, el que ganó tres elecciones, y
según parece volvería a ganar, vive enfermo de corrupción. Unos casos
saltan sobre otros: no es una gripe común ni un mal que ataca a un
órgano concreto y prescindible como aún pretenden trasladar; el PP está
podrido hasta la médula.
Paralelamente a sus victorias en las urnas, España se
ha ido derrumbando en los datos de Transparencia Internacional. En 2004,
anotábamos 71 puntos y nos ubicábamos en el puesto 22; y en 2011, dos
años después de Gürtel, en el 31.
Por entonces, Rajoy obtuvo mayoría
absoluta. Surgen varias preguntas: ¿la corrupción no es tan crucial en
la acción final del voto? ¿Sobredimensionamos su calado social? ¿La
oposición ha sabido articular un buen discurso o ha caído en
simplificaciones contraproducentes? ¿Cuáles son las dinámicas de la
necrosis política para reflejarse en el voto?
Junto al desprestigio acarreado en el estudio, Jesús Lizcano,
catedrático de la UAM y presidente de Transparencia Internacional,
afirma que estamos ante “una inanición en el tema de la corrupción”.
“Los partidos no han hecho nada, y no sólo en esta legislatura en la que
hay un bloqueo parlamentario, sino en ninguna. Han ignorado a los
ciudadanos y no trabajan para alcanzar un pacto de Estado en un asunto
crucial”, lamenta Lizcano.
Pone como ejemplo la Ley de Transparencia,
que entró en vigor a finales de 2014 y sigue sin reglamento a día de
hoy. (...)
Esta parálisis en la práctica contrasta con la
estrategia comunicativa de los partidos. La corrupción predomina en los
argumentarios de la oposición al igual que en los contenidos de muchos
medios de comunicación, pero el PP sigue anclado en el poder central (o
el PSOE de los ERE en Andalucía). Parece que algo no cuadra.
Desde la
oposición, despliegan razones éticas, políticas y económicas; arguyen
una mancha imborrable, una corrosión multiorgánica que “inhabilita” a
los populares para ocupar puestos institucionales... Y aun así ganan.
¿Se ha agotado la fuerza del rechazo a la corrupción como motor de
cambio? ¿Existió alguna vez esa fuerza?
Efectos electorales de baja intensidad
El experto de la Fundación Alternativas y profesor de
Ciencias Políticas de la Universidad Carlos III Pedro Riera no cree que
la corrupción sea determinante. Puede existir un castigo, pero no
suficiente como para propiciar un vuelco electoral: “Tiene pocos efectos
electorales. No deja de ser un elemento más junto con la personalidad
del candidato, el estado de la economía, la identificación partidista y
la ideología”. Todo depende de cómo el votante ordene las aristas en su
mente.
Riera cuenta que hay pufos que se premian. Ocurre a nivel local o
regional: “Los vecinos de una localidad pueden aprobar una
recalificación ilegal de terrenos si se construye un centro comercial
que crea puestos de trabajo para el pueblo”, explica. Es decir, la
afectación a nivel personal condiciona el filtrado ético de las
ilegalidades y, en consecuencia, su repercusión en el voto.
Eso ocurre a nivel local, pero a escala nacional la
repercusión que la corrupción tiene para uno mismo deja de percibirse.
La investigadora de la Universidad Carlos III de Madrid Mariluz Congosto
comprobó cómo empapan los casos en la gente a través de Twitter.
Estudió 2012 y 2013, dos años bulliciosos de pufos. “La reacción fue
mayor ante los escándalos que ante los sucesos que afectaban más al
bienestar o a la economía.
La indemnización al directivo de Bankia
Aurelio Izquierdo (14 millones) o los papeles de Bárcenas aparecieron en
el ranking por encima de la nacionalización de Bankia o los
recortes aprobados en el Parlamento”, recuerda.
Los escándalos con
protagonista visible ofrecen un relato más fácil y un blanco más claro.
Ayudan a poner de relieve el problema, pero a la vez la fuerza de la
protesta se ejerce y se agota en el cuestionamiento de un individuo o un
caso concreto.
No obstante, la corrupción sí perjudica directamente a los ciudadanos:
en 2015, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC)
calculó que los agujeros causados por procesos de licitación viciados
ascendieron al 4,6 del PIB, cerca de 48.000 millones de euros anuales.
Solo entre julio de 2015 y septiembre de 2016, los tribunales procesaron por corrupción a 1.378 personas implicadas en 166 casos.
Aun
así, “a la gente le cuesta ver el vínculo entre los casos de corrupción
y las consecuencias que tienen para su propia economía”, señala Riera,
el experto de la Fundación Alternativas. ¿Por qué no se graba esa
conexión no ya en la mente, sino en el estómago del votante?
El ciudadano relativiza los delitos que apuntan a las
formaciones de su espectro ideológico, y los medios, también
condicionados por su línea editorial (y/o partidista), ofrecen un menú
adaptable. Los canales, emisoras y periódicos de derechas suelen mostrar
los casos que atañen a su órbita como hechos aislados; mientras tanto,
los que tocan a la izquierda se formulan como expresión o tara inherente
de esa ideología. Sucede lo mismo al revés.
La corrupción, por lo tanto, no tiene un significado
claro y uniforme a ojos de la gente. Hay, además, un agravante en este
periodo histórico en que la podredumbre corroe, sobre todo, las
estructuras conservadoras: los medios tradicionales, los que abarcan más
público, se sitúan a la derecha, centro-derecha y centro-progresismo.
En consecuencia, se emprenden estrategias informativas esperpénticas: en
tiempos de malversaciones millonarias y cohechos y blanqueos y
prevaricaciones, el caso del alcalde de Zaragoza que cargó al
Ayuntamiento un bote de gomina ocupó papel, píxeles y largos minutos en
tertulias y telediarios.
Los medios y el paradigma Castor
Hay un ejemplo menos ridículo de la importancia de los medios en la
interpretación ciudadana. El jurista de la Universidad de Barcelona Joan
J. Queralt destaca el Caso Castor como uno de los que, de manera más
inapelable, evidencia cómo la corrupción impacta directamente en la
gente. “Ha sido el mayor caso de España”, valora Queralt.
El Gobierno de
Zapatero emprendió un proyecto faraónico (la construcción de un
depósito artificial de gas) cuyas condiciones de adjudicación y
revocación se redactaron a la medida de la beneficiaria final: ACS, de
Florentino Pérez. Antes de iniciarse las obras, el coste pasó de 400
millones de euros a 1.200 millones.
El resultado fueron 400 terremotos,
el abandono del proyecto y un agujero de 4.000 millones de euros
(sumando los intereses a la indemnización de 1.350 millones) que elevaría la factura del gas de los españoles hasta 2044. En
diciembre de 2017, el Tribunal Constitucional anuló el procedimiento
por el que se fijó esta compensación.
Pero este episodio, salvo por el
especial que le dedicó Jordi Évole en Salvados, se conoce poco, es, tal
vez, el menos mediático: “¿Quién está detrás? Por un lado el Gobierno y
por otro Florentino, evidentemente no será un tema central para El País”, critica Queralt.
Esta suerte de filtro burbuja mediático se suma, a
juicio de Queralt, a la escasa propensión por parte de la mayoría de
votantes a cambiar su papeleta: “Solamente el votante de izquierda y de
cierto nivel cultural es sensible a la corrupción; el resto, que es la
gran mayoría, la perdona cuando afecta a los suyos”. Además, el sistema electoral provoca que, en la acción de perdonar a los suyos, en realidad, uno se perdone a sí mismo.
Se votan listas enteras, bloqueadas; es un órdago del partido a sus simpatizantes: se apoya todo o nada, y nada
puede suponer que gane otro partido cuya ideología y gestión consideran
perniciosas.
La expresión crítica no cabe en una papeleta, lo cual abre
un círculo vicioso: el propio PP, por voz de personajes como Carlos
Fabra, ha expresado muchas veces que las urnas lo han exculpado de
responsabilidades políticas. Este pensamiento puede significar dos
cosas. Que el PP ve a sus votantes como fanáticos sin capacidad de
reflexionar con matices; o que su cinismo ha perdido ya todos los
límites.
Una de las mejores producciones axiomáticas para
neutralizar el castigo es convertir a toda la sociedad en delincuente
potencial, democratizar el impulso corrupto: “Todos lo somos por
naturaleza”.
La premisa consiste en que las irregularidades no dependen
de la clase social o la ideología o cualquier otra condición, sino, por
un lado, de la existencia de una cuota de poder y, por otro, de la
probabilidad: siempre habrá un determinado número de manzanas podridas o
escuerzos.
La realidad desmiente esta creencia. Según los expertos de
Transparencia Internacional y de la Fundación Alternativas, en España la
corrupción es eminentemente política y empresarial; no existe un
problema de corrupción administrativa. Los jueces, policías,
administrativos o funcionarios actúan, en general, limpiamente.
En estas circunstancias, ¿cómo es que la nueva
izquierda de Podemos no ha rentabilizado la carcoma y, al contrario, se
desploma en la intención de voto? Quizá, la respuesta se encuentre en la
esencia descolorida del asunto corrupción. Como explica el
politólogo Pedro Riera, entre los factores determinantes del voto hay
temas que contienen mucha ideología y otros que no: la corrupción es de
los que menos. Aquí se ubica el error estratégico de la izquierda y, en
concreto, de Podemos.
El partido de Pablo Iglesias ha venido centrando
excesivamente su mensaje en este tema y su proyecto social ha acabado
difuminándose. “¿Hasta qué punto al final la corrupción, a pesar de
estar asociada al PP, está haciendo un flaco favor a los partidos de
izquierda? Si la batalla electoral y política se situara en otras
coordenadas más ideológicas tal vez estos tendían mayor ventaja
electoral”, reflexiona Riera.
En cambio, Ciudadanos, a pesar de sustentar las administraciones más
contaminadas, sí araña votos. El partido de Rivera, un proyecto desleído
per se, se diluyó más a causa del debate sobre la corrupción
(y de sus incoherencias en este terreno). Pero el Procés se exacerbó y,
colateralmente, otorgó a los naranjas solidez ideológica: un
posicionamiento claro y contundente en un asunto principal.
El otro
factor puede explicar el usufructo de la corrupción por parte de
Ciudadanos es la ideología económica. Como apunta Ignacio Sánchez-Cuenca
en La superioridad moral de la izquierda, la izquierda está
inerme ante el liberalismo: sus postulados económicos constituyen hoy
“una especie de filosofía espontánea”, un sentido común.
El debate de lo práctico y la gestión está ganado por
la derecha. Si el votante percibe más seguridad económica en un partido,
mantendrá su voto en él aunque pese la sombra de la corrupción sobre
sus siglas. Esta inercia ayudaba al PP a parar el golpe, y ahora va en
su contra porque C’s se corporeiza como la opción donde los partidarios
del centro y la derecha pueden lavarse la conciencia sin arriesgar su
tranquilidad.
La factura atrasada del PP
Parece, en ocasiones, que la mejor manera de corromperse es hacerlo
de manera total. Se diría que un caso, dos o cuatro pueden zaherir a una
formación; pero cuando hay 50 o 70 y el mundo no se cae (porque el
mundo nunca se derrumba, o no lo hace al menos en el grado que gritan
los tertulianos y los políticos), la cosa acaba normalizándose,
aceptándose.
Para Belén Barreiro, expresidenta del CIS y directora de
MyWord, el votante desconecta, pero no del todo: “Yo no creo que la
ciudadanía se inmunice ante la corrupción. El ciudadano puede perder el
interés en conocer los detalles de los casos, que son muy complejos,
pero sí toma nota de cada uno de ellos, y eso provoca que vaya
aumentando la sensación de que un partido está podrido de corrupción”,
matiza.
“En coyunturas extraordinarias”, explica Barreiro, “cuando hay
asuntos relevantes y urgentes, como ocurría con la crisis, la corrupción
tiende a afectar menos, pero sí lo hace en momentos de ciclo económico
normal. La corrupción no se tolera, pero sus efectos pueden ser
tardíos”. Es decir, hay un poso de indignación subterráneo que aguarda
el momento propicio para manifestarse.
Según sus investigaciones, la mitad de los electores que dejaron de
apoyar al PP en 2015 lo hizo por los escándalos que atenazan al partido.
Aun así, Rajoy ganó. “Pero ahora pasamos a un escenario distinto donde
el miedo a que gane Podemos ha disminuido y aparece la alternativa de
Ciudadanos que resulta razonable para personas del centro-derecha o de
la derecha. Es posible que el PP pague su factura adicional por la
corrupción en las próximas elecciones”, pronostica la directora de
MyWord. Se avecinan tiempos de histeria popular." (Esteban Ordóñez, CTXT, 27/02/18)
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