"(...) El procesado por construir el edificio societario que
permitió a Correa blanquear el dinero que expoliaba a través de
adjudicaciones públicas quiso sacudirse la imagen de delincuente sacando
a la luz su trayectoria cerca de la política.
“Ya en el 77, formaba
parte de la administración de UCD; era el que controlaba la pasta”. Y
más tarde: “He tenido clientes de IU, también del PCE, diputados
socialistas, no voy a decir nombres, y he tenido a algún embajador
socialista”. Puro pluralismo democrático.
Trataba de insertarse en la normalidad del país. La
esencia del delito es su naturaleza antisocial, contraria a la
costumbre, y De Miguel pretendió mostrar que lo suyo no había sido más
que una pieza del sistema político y económico de España. Aquí las cosas
se hacían así.
El acusado duerme tras las rejas porque fue condenado a 21
años por ayudar al empresario Juan Ramón Reparaz a ocultar al fisco 16
millones de euros.
Lo de la Gürtel (antes de que se le pusiera una etiqueta
mediática que le diera a este grupo de políticos y empresarios y otros
tahúres un cierto aire de exclusividad) no era para él más que un
episodio de su carrera.
Un día Francisco Correa le dijo que quería
presentarle a un amigo; era Guillermo Ortega y tenía un objetivo claro:
“Igual que el señor Correa, él quería opacidad, como era alcalde…”.
Negrear la pasta era una consecuencia del poder que no le extrañaba
nada.
El Rata acudió a él por lo típico, porque la oposición iba husmeándole detrás. El autor del libro Objetivo sin fronteras fiscalesle
dijo que, bueno, y le aconsejó formar una sociedad para difuminar el
pastel. “No querían ser opacos a la Hacienda Pública, sino a todo el
mundo”, llegó a resumir.
Si nos basamos sólo en la escena de la declaración, es
fácil dudar de la inteligencia del acusado. No vocalizaba correctamente,
cada frase parecía gestarse después de un trabajo muy duro y lento de
neuronas: “Y no sé a qué venía esta historia”, confesó en un momento,
despistado, después de responder a algo que no le habían preguntado.
Afeitado mal apurado, ropa afelpada por el uso, pelo graso, como lavado
sólo con agua durante meses, papada.
En general, parece empapado en
ceniza. Cada vez que decía “no me acuerdo” daba la impresión de que
aludía, realmente, a un agujero negro de su memoria, una laguna total,
como si hablaran de la vida de otro. No mantenía las formas. Sacado del
contexto de la sala, nadie aseguraría que estaba compareciendo ante un
tribunal: “Hay que ser un poco más serio”, reconvino en cierto momento a
la fiscala Concepción Sabadell. Una vez se rió y fue como si le doliera
algo.
De Miguel afirmó que las operaciones e inversiones con las
sociedades relacionadas con la trama se efectuaban todas bajo
“instrucciones de Correa”. Negó, antes de que nadie le preguntara, que
repartiera dinero a discreción a Álvarez Cascos, Luis Bárcenas o Jesús
Merino.
Su estrategia para desembarazarse de los 18 años y medio
de cárcel que le acechan por Gürtel fue delegar, agarrarse a que cumplía
órdenes de sus clientes. Afirmó que le habían falsificado su firma
muchas veces y, para las que no, esgrimió que primero había firmado un
papel en blanco y luego alguien había añadido el contenido que, ahora,
le implica en la causa. “¿Suele firmar usted muchos papeles en blanco?”,
se escandalizó la fiscala. “Si son de amigos, sí”, zanjó él.
Sabadell y el procesado no se entendieron en ningún
momento. Ella se empeñó en pedirle explicaciones de si sabía si los
billetes de sus clientes procedían del delito y de por qué no lo
investigó. Él fijó su filosofía de trabajo en una frase: “Yo lo único
que veo son cifras”.
Cifras y papeles de pisos que se vendían y
recompraban y revendían entre Luis de Miguel y Guillermo Ortega;
sociedades como pelotas de malabares que se creaban para Correa y luego
usaba De Miguel, y más tarde, Ortega. Operaciones cuyo único fin era
generar operaciones y crear una fantasmagoría empresarial.
Sin embargo, estas artes no las inventó él. Por lo común,
ese mundillo funciona con acrobacias y quiso dejarlo claro: “En Suiza,
lo que suelen hacerse son sociedades panameñas”. (...)
Concepción Sabadell siente una total falta de sintonía
hacia los acusados. Su cara de interrogar recuerda a la periodista Ana
Pastor: tiende al cabreo, se esfuerza mucho en que conste que no se deja
vacilar y, en consecuencia, articula una medio sonrisa de desconfianza
como sistema, a la que por supuesto le añade un toque canalla.
Tiene
razón en pensar (si es que lo piensa) que eso la hace más profesional
porque, por algún motivo, siempre nos parece más competente el mosqueo
que la cortesía. Sabadell mantuvo esa misma actitud ante Antonio
Villaverde, el corredor de seguros de Correa para el que se piden 15
años y nueve meses de encierro.
Villaverde, nervioso, empezó con bastante educación y
acabó rojísimo y soltando estufidos contra el micro cuando Virgilio
Latorre, abogado de la acusación, le pidió explicaciones a distintas
transferencias. Latorre traía ganas de fiesta y nombró una por una las
operaciones como si le estuviera soltando bofetones con la mano abierta.
El acusado gruñía y decía no recordar nada.
Villaverde usó la misma estrategia defensiva que De
Miguel, a saber, que hacía lo normal en su trabajo en aquella época, que
era hacer rendir al máximo el patrimonio que le confiaban, y que,
además, había contado entre sus clientes a peces gordos, incluso
ministros.
Quizás por eso, por obnubilarse ante tantos grandes hombres
como Correa, Villaverde nunca miró si la procedencia del dinero era
lícita o no, ya fueran empresarios, cargos públicos u obispos. Hace
quince años funcionaba así el cotarro, lo mismo que los movimientos de
dinero desde cuentas suizas a cuentas españolas: era lo habitual, dijo,
lo normal." (Esteban Ordóñez, CTXT, 19/12/16)
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