11.5.18

Los políticos actuales se han incorporado a la actividad partidaria desde muy jóvenes y no han tenido tiempo de construir un currículo del que ufanarse. De ahí que muchos los hayan falsificado, bien inventándose los títulos, bien empleando su influencia para conseguirlos de manera fraudulenta

"(...) El problema viene de muy lejos, pero se ha podrido más y más según han ido pasando los años. Un célebre administrativista afirmaba que la única institución democrática que se mantuvo durante el franquismo había sido el sistema de oposiciones establecido para acceder a la Administración pública. Creo que en gran medida tenía razón, pero de esa aseveración habría que excluir con toda seguridad a la universidad. 

La concesión de cátedras, adjuntías y demás puestos docentes seguía sus propios procedimientos, que en la mayoría de los casos poco tenían que ver con el mérito y la capacidad, sino más bien con la predisposición a llevar la cartera del jefe del departamento y seguir fielmente sus instrucciones.

Eran muchos los que al terminar la carrera permanecían de PNN, profesores no numerarios (algo así como los profesores colaboradores de ahora, contratados sin la condición de funcionarios); la mayoría de ellos, sin embargo, en seguida continuaban su carrera por otros derroteros o bien pasaban al sector privado o se presentaban a oposiciones para los cuerpos superiores de la Administración. 

Solo unos pocos, quizás los peor preparados, incapaces de abrirse camino en otras instancias, permanecían y aceptaban esa especie de meritocracia impuesta por el cátedro de turno.  (...)

Pero era en las filas del PSOE de aquel año 82 donde abundaban los PNN, o al menos escaseaban los catedráticos, de tal modo que para ocupar la Secretaría de Estado de Universidades, tuvieron que recurrir a Carmina Virgili, seguramente la única catedrática disponible, persona entrañable pero sin demasiado interés por la gestión pública. En aquel entonces los socialistas llegaron al poder con cierto complejo y respeto y no les parecía correcto colocar en este cargo a alguien que no fuese catedrático.  (...)

Para ser político no se exige ningún título. Lo que, no obstante, sí resulta cuando menos extraño es la celeridad con la que cantidad de altos cargos adquirieron rápidamente a partir de entonces la condición de catedráticos. Cualquiera que haya ocupado un puesto de responsabilidad en la Administración sabe que no sobra demasiado tiempo para elaborar tesis doctorales o para hacer oposiciones.

 Por supuesto que estas facilidades no afectaron exclusivamente a los militantes del PSOE, pudieron beneficiar también a políticos de otros partidos e incluso a no políticos, pero que poseían cierta preeminencia social. Quizás parte de la explicación se encuentre en la evolución que a lo largo del tiempo ha ido sufriendo la universidad, agudizando los defectos de partida.

La competencia en materia universitaria pasó a las Comunidades Autónomas y todas ellas se dedicaron a multiplicar -a mi entender más de lo conveniente- las facultades, las universidades y en consecuencia los puestos docentes y las cátedras. No es de extrañar que el acceso a estas se fuese deteriorando aún más y, en consecuencia, la calidad de los títulos y de los profesores.

 Es chocante, sin embargo, la consideración que los medios de comunicación social continúan otorgando hoy en día a los catedráticos. A menudo son requeridos en las tertulias o en otros foros como auténticos oráculos, cuando lo cierto es que con frecuencia tanto sus opiniones como su preparación son muy discutibles y dejan mucho que desear.

Es posible que no se considere políticamente correcto afirmarlo, pero los hechos hablan por sí mismos. Hay una cierta correlación entre autonomía y corrupción, corrupción que no tiene por qué referirse exclusivamente al tema económico. A medida que se incrementa la emancipación de cualquier entidad se suelen debilitar los controles e incrementar las posibilidades de fraude. 

En la universidad, a la autonomía territorial se le ha añadido la autonomía universitaria, autonomía al cuadrado. Es más, últimamente se ha acumulado también la autonomía departamental, con lo que se ha generado una auténtica endogamia en la que cada departamento universitario campa por sus respetos sin apenas controles externos.

Los másteres han crecido como las setas sin orden ni concierto. Su proliferación ha tenido sin duda graves consecuencias, comenzando por que se ha creado un escenario heterogéneo y anárquico en el que resulta difícil distinguir el grano de la paja. Se han convertido a menudo en un simple negocio para el estamento universitario, donde el aspecto lucrativo prima sobre cualquier otra consideración. 

La calidad y las exigencias se reducen si de esta forma se consiguen más alumnos o se puede elevar el precio. No tiene por tanto nada de insólito que en ocasiones se hayan puesto a la venta los títulos, bien directamente por dinero o bien por compensaciones más sibilinas, ciertas o esperadas. Y ahí intervienen los políticos.

El problema de los másteres se ha agravado con la introducción de la normativa europea que los considera condición necesaria para la habilitación profesional. Se complica más si cabe el caos existente, contradice el principio de la gratuidad e introduce elementos privatizadores en la enseñanza universitaria. 

La aprobación de las universidades privadas ya había roto la igualdad de oportunidades, permitiendo que aquellos estudiantes con recursos pudiesen elegir la carrera que prefiriesen, mientras que el resto tuviera que conformarse con las que le permitían sus notas de acuerdo con los cupos existentes en cada una de las facultades. 

Es más, no parece demasiado arriesgado pensar que el principio de lucro conduce a que el grado de exigencia de las universidades privadas sea inferior, salvo excepciones, al de las públicas. Bien es verdad que la proliferación de los másteres y los intereses económicos generados por ellos pueden estar terminando por igualar todas las enseñanzas, pero a la baja.

El deterioro de la enseñanza universitaria ha ido en paralelo con el menoscabo de la actividad política. He insinuado a menudo que en la política se estaba cumpliendo perfectamente la ley que Gresham aplicaba a las monedas, la mala desplaza a la buena. No es ningún secreto que la mayoría de los políticos actuales se han incorporado a la actividad pública o partidaria desde muy jóvenes y no han tenido tiempo de construir un currículo del que ufanarse. 

De ahí que muchos han podido caer en la tentación de falsificarlos o al menos mixtificarlos, bien inventándose los títulos, bien empleando su influencia para conseguirlos de manera fraudulenta, bien utilizando a otros para que les escriban los trabajos y las tesis. El caos generado con los másteres y el deterioro de la universidad lo propicia.

Habrá que preguntarse si no es hora ya de poner coto a esa idea tan romántica de la autonomía universitaria, que en la práctica se concreta en una endogamia extremadamente peligrosa tanto para el alumnado como para los docentes y para la sociedad.

 ¿Acaso no ha llegado el momento de que desde el Gobierno central se establezcan los controles necesarios que garanticen el rigor y una cierta homogeneidad en los estudios, en los títulos, en el acceso y actividad de los profesores, y también, por qué no, en las finanzas, que tampoco viene mal? 

Algún día habrá que escribir acerca del papel que ciertas instituciones financieras como el Santander o La Caixa han jugado en las universidades y mediante ellas en la ideología y en la política, pero eso lo haremos otro día."                  (Juan Francisco Martín Seco, República.com, 03/05/18)

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