"(...) El problema viene de muy lejos, pero se ha podrido más y más según
han ido pasando los años. Un célebre administrativista afirmaba que la
única institución democrática que se mantuvo durante el franquismo había
sido el sistema de oposiciones establecido para acceder a la
Administración pública. Creo que en gran medida tenía razón, pero de esa
aseveración habría que excluir con toda seguridad a la universidad.
La
concesión de cátedras, adjuntías y demás puestos docentes seguía sus
propios procedimientos, que en la mayoría de los casos poco tenían que
ver con el mérito y la capacidad, sino más bien con la predisposición a
llevar la cartera del jefe del departamento y seguir fielmente sus
instrucciones.
Eran muchos los que al terminar la carrera permanecían de PNN,
profesores no numerarios (algo así como los profesores colaboradores de
ahora, contratados sin la condición de funcionarios); la mayoría de
ellos, sin embargo, en seguida continuaban su carrera por otros
derroteros o bien pasaban al sector privado o se presentaban a
oposiciones para los cuerpos superiores de la Administración.
Solo unos
pocos, quizás los peor preparados, incapaces de abrirse camino en otras
instancias, permanecían y aceptaban esa especie de meritocracia impuesta
por el cátedro de turno. (...)
Pero era en las filas del PSOE de aquel año 82 donde abundaban los PNN, o
al menos escaseaban los catedráticos, de tal modo que para ocupar la
Secretaría de Estado de Universidades, tuvieron que recurrir a Carmina
Virgili, seguramente la única catedrática disponible, persona entrañable
pero sin demasiado interés por la gestión pública. En aquel entonces
los socialistas llegaron al poder con cierto complejo y respeto y no les
parecía correcto colocar en este cargo a alguien que no fuese
catedrático. (...)
Para ser político no se exige ningún título. Lo que, no obstante, sí
resulta cuando menos extraño es la celeridad con la que cantidad de
altos cargos adquirieron rápidamente a partir de entonces la condición
de catedráticos. Cualquiera que haya ocupado un puesto de
responsabilidad en la Administración sabe que no sobra demasiado tiempo
para elaborar tesis doctorales o para hacer oposiciones.
Por supuesto
que estas facilidades no afectaron exclusivamente a los militantes del
PSOE, pudieron beneficiar también a políticos de otros partidos e
incluso a no políticos, pero que poseían cierta preeminencia social.
Quizás parte de la explicación se encuentre en la evolución que a lo
largo del tiempo ha ido sufriendo la universidad, agudizando los
defectos de partida.
La competencia en materia universitaria pasó a las Comunidades
Autónomas y todas ellas se dedicaron a multiplicar -a mi entender más de
lo conveniente- las facultades, las universidades y en consecuencia los
puestos docentes y las cátedras. No es de extrañar que el acceso a
estas se fuese deteriorando aún más y, en consecuencia, la calidad de
los títulos y de los profesores.
Es chocante, sin embargo, la
consideración que los medios de comunicación social continúan otorgando
hoy en día a los catedráticos. A menudo son requeridos en las tertulias o
en otros foros como auténticos oráculos, cuando lo cierto es que con
frecuencia tanto sus opiniones como su preparación son muy discutibles y
dejan mucho que desear.
Es posible que no se considere políticamente correcto afirmarlo, pero
los hechos hablan por sí mismos. Hay una cierta correlación entre
autonomía y corrupción, corrupción que no tiene por qué referirse
exclusivamente al tema económico. A medida que se incrementa la
emancipación de cualquier entidad se suelen debilitar los controles e
incrementar las posibilidades de fraude.
En la universidad, a la
autonomía territorial se le ha añadido la autonomía universitaria,
autonomía al cuadrado. Es más, últimamente se ha acumulado también la
autonomía departamental, con lo que se ha generado una auténtica
endogamia en la que cada departamento universitario campa por sus
respetos sin apenas controles externos.
Los másteres han crecido como las setas sin orden ni concierto. Su
proliferación ha tenido sin duda graves consecuencias, comenzando por
que se ha creado un escenario heterogéneo y anárquico en el que resulta
difícil distinguir el grano de la paja. Se han convertido a menudo en un
simple negocio para el estamento universitario, donde el aspecto
lucrativo prima sobre cualquier otra consideración.
La calidad y las
exigencias se reducen si de esta forma se consiguen más alumnos o se
puede elevar el precio. No tiene por tanto nada de insólito que en
ocasiones se hayan puesto a la venta los títulos, bien directamente por
dinero o bien por compensaciones más sibilinas, ciertas o esperadas. Y
ahí intervienen los políticos.
El problema de los másteres se ha agravado con la introducción de la
normativa europea que los considera condición necesaria para la
habilitación profesional. Se complica más si cabe el caos existente,
contradice el principio de la gratuidad e introduce elementos
privatizadores en la enseñanza universitaria.
La aprobación de las
universidades privadas ya había roto la igualdad de oportunidades,
permitiendo que aquellos estudiantes con recursos pudiesen elegir la
carrera que prefiriesen, mientras que el resto tuviera que conformarse
con las que le permitían sus notas de acuerdo con los cupos existentes
en cada una de las facultades.
Es más, no parece demasiado arriesgado
pensar que el principio de lucro conduce a que el grado de exigencia de
las universidades privadas sea inferior, salvo excepciones, al de las
públicas. Bien es verdad que la proliferación de los másteres y los
intereses económicos generados por ellos pueden estar terminando por
igualar todas las enseñanzas, pero a la baja.
El deterioro de la enseñanza universitaria ha ido en paralelo con el
menoscabo de la actividad política. He insinuado a menudo que en la
política se estaba cumpliendo perfectamente la ley que Gresham aplicaba a
las monedas, la mala desplaza a la buena. No es ningún secreto que la
mayoría de los políticos actuales se han incorporado a la actividad
pública o partidaria desde muy jóvenes y no han tenido tiempo de
construir un currículo del que ufanarse.
De ahí que muchos han podido
caer en la tentación de falsificarlos o al menos mixtificarlos, bien
inventándose los títulos, bien empleando su influencia para conseguirlos
de manera fraudulenta, bien utilizando a otros para que les escriban
los trabajos y las tesis. El caos generado con los másteres y el
deterioro de la universidad lo propicia.
Habrá que preguntarse si no es hora ya de poner coto a esa idea tan
romántica de la autonomía universitaria, que en la práctica se concreta
en una endogamia extremadamente peligrosa tanto para el alumnado como
para los docentes y para la sociedad.
¿Acaso no ha llegado el momento de
que desde el Gobierno central se establezcan los controles necesarios
que garanticen el rigor y una cierta homogeneidad en los estudios, en
los títulos, en el acceso y actividad de los profesores, y también, por
qué no, en las finanzas, que tampoco viene mal?
Algún día habrá que
escribir acerca del papel que ciertas instituciones financieras como el
Santander o La Caixa han jugado en las universidades y mediante ellas en
la ideología y en la política, pero eso lo haremos otro día." (Juan Francisco Martín Seco, República.com, 03/05/18)
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