"(...) la corrupción política tiene su principal caldo de cultivo en la
financiación de los partidos políticos. Es más, me atrevo a asegurar que
casi todas las otras formas de corrupción han tenido su origen en ella.
Se comienza pidiendo comisiones para el partido y se termina
exigiéndolas para el propio pecunio. Por otra parte, un partido que
encomienda a sus militantes que detraigan fondos públicos con destino a
sus finanzas será difícil que posea la autoridad necesaria para
descubrir, perseguir y eliminar de sus filas a los corruptos.
La que
podemos llamar “madre de todas las corrupciones” presenta además un
agravante, el de romper fraudulentamente la igualdad de oportunidades en
el juego político. No es ningún secreto que las probabilidades de
triunfo se incrementan, ceteris paribus, en proporción a los recursos
que se poseen.
Este tipo de corrupción ha afectado a todos los partidos y se instaló
muy pronto en la política española, nada más instaurar la democracia.
Recordemos las comisiones en los contratos de limpieza del Ayuntamiento
de Madrid en tiempos de Tierno Galván y cuya denuncia le costó a Alonso
Puerta tener que abandonar el PSOE. Pero precisamente por eso, por su
generalización, el problema nunca se ha tomado en serio ni se han
adoptado las medidas necesarias para su erradicación.
El control
asignado al Tribunal de Cuentas ha resultado a todas luces insuficiente y
la legislación hasta ahora aplicada a las donaciones ha sido demasiado
permisiva. De un lado, es imprescindible someter la contabilidad de los
partidos políticos a una supervisión mucho más rigurosa y constante, en
la que desaparezca toda posibilidad de contabilidad b y, de otro,
limitar de manera muy clara los recursos que provienen del sector
privado.
Carecen de toda lógica las donaciones de las personas jurídicas,
puesto que se supone que entre los objetivos de las sociedades y
empresas no se encuentra el de influir en el juego político beneficiando
a un determinado partido.
Es más, las donaciones de las personas
físicas en ningún caso deberían ser anónimas e incluso habría que
limitar la cuantía por individuo, de manera que los mayores recursos de
los simpatizantes no concediesen ventajas adicionales a una determinada
formación política.
Por último, pero no menos importante, todas las
medidas que se adopten en la financiación de los partidos deberían
hacerse extensibles a sus fundaciones o a cualquier institución de ellos
dependientes. De lo contrario, devendrían inútiles todas estas
previsiones.
En segundo lugar, conviene analizar con qué intensidad se ha
producido la corrupción en los distintos ámbitos de la Administración.
Parece evidente que el poder local ha sido mucho más vulnerable, la
corrupción se ha cebado en ayuntamientos y diputaciones. A estos les han
seguido en orden de importancia, las Comunidades Autónomas,
encontrándose al final del ranking la Administración central.
En este
ultimo ámbito los casos de corrupción han sido mucho más raros, y han
afectado a lo que se denomina la Administración institucional o
instrumental, es decir, organismos, agencias, empresas y demás entidades
públicas.
Deberíamos preguntarnos a qué se debe esta distribución tan
irregular. La respuesta no es demasiado complicada, obedece al mejor o
peor funcionamiento de los sistemas y mecanismos de control interno. No
hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que la modificación
producida en el régimen de intervención de la Administración local iba a
tener unos efectos devastadores.
¿Cómo esperar que un interventor de un
ayuntamiento pueda hacer bien su trabajo si es nombrado y cesado por el
alcalde, y si del alcalde dependen su régimen laboral y sus
retribuciones?
Me indicaba una funcionaria, que por motivos personales
había pasado de trabajar en la intervención de un ministerio a la de un
ayuntamiento de una ciudad importante, cuál fue su sorpresa al comprobar
que en esta última institución era impensable poner un reparo
suspensivo a un expediente, todo se reducía a recomendaciones y a
consejos y, por supuesto, formulados con sumo cuidado y delicadeza.
En las Comunidades Autónomas, sin llegar quizás a los extremos de la
Administración local, se participa del mismo defecto. Son
administraciones jóvenes, sin cuerpos consolidados de funcionarios, en
las que con frecuencia la contratación de los empleados se ha hecho más
por captación ideológica que atendiendo al mérito y a la capacidad, y
donde el grado de politización y de intromisión de los cargos políticos
en la función pública es bastante elevado.
Las intervenciones generales y
sus intervenciones delegadas gozan de mucha menos independencia que en
la Administración central. Lo ocurrido con los ERE de Andalucía es un
buen ejemplo de cómo se crea un procedimiento al margen de los
mecanismos ordinarios y del control de la intervención.
La Administración central ha tenido la ventaja de contar con una
función pública bastante profesionalizada y con una larga tradición y
experiencia en el juego de las instituciones. Las intervenciones
delegadas en los ministerios y organismos no dependen de los altos
cargos de estas entidades, sino del Interventor general, que está
encuadrado en el Ministerio de Hacienda.
La diferencia con las de las
Autonomías, y sobre todo con las locales, es considerable. Dicho lo
cual, no quiere decir que no haya muchas cosas que perfeccionar en esta
institución, incluso en cuanto a la independencia y, desde luego, en
relación con los medios de que dispone. Resulta chocante que casi ningún
partido haga referencia a ella en su programa electoral.
Desde hace algún tiempo, un peligro vuelve a acechar a las tres Administraciones. Una especie de moda que, bajo el eslogan de asumir los sistemas de gestión de la empresa privada, propugna la separación de determinadas parcelas de la Administración en forma de organismos, entidades o agencias, librándolas de los controles clásicos, haciéndolas vulnerables no solo a la corrupción sino también al despilfarro y a la mala gestión.
No deja de ser curioso y contradictorio que alguna
formación política abogue, como si fuese una novedad, por la creación de
agencias cuando ya se conoce muy bien a qué resultados conduce.
Desechemos los esnobismos y hagamos funcionar mejor las instituciones y
estructuras que poseemos.
En tercer lugar, conviene tener en cuenta que el riesgo de corrupción
se incrementa proporcionalmente en aquellas áreas o negocios en los que
la Administración se relaciona con el sector privado. En la mayoría de
los casos, para que se dé la corrupción en los políticos se precisa que
al mismo tiempo se produzca en las empresas y sociedades privadas.
En
esta materia se mantiene una enorme hipocresía, nos rasgamos la
vestidura con el menor vestigio de corrupción pública y cerramos los
ojos a la que se da en el sector privado y, sin embargo, es fácil
comprender que una sociedad mantendrá una clase política tanto más
corrupta cuanto más corrupta sea la sociedad, y viceversa.
La cercanía entre el sector público y el privado genera sin duda la posibilidad de que el segundo pretenda sobornar a los responsables del primero, y también la tentación de que estos accedan. Las llamadas colaboraciones público-privadas, que se han puesto de moda (véase el Plan Juncker), aparte de resultar a menudo ineficaces y de convertir al sector privado en parásito del público, incrementan de manera significativa las probabilidades de corrupción." (Juan Francisco Martín Seco, República.com, 31/03/16)
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