"(...) Hacia 1800, Suecia era uno de los países más corruptos del mundo. La omnipresente podredumbre había alarmado en 1771 al recién llegado embajador francés, Charles Gravier de Vergennes,
quien describiría en sus cartas la tremenda arbitrariedad y el
desafuero que imperaban en ese reino.
Según Vergennes, los dirigentes y
servidores públicos mostraban un extremado grado de deshonestidad,
envilecimiento y degradación. Una situación muy similar a la de la
España actual.
La catastrófica derrota ante las tropas rusas en 1809 privó a Suecia
de un tercio de su territorio, generando un poderoso revulsivo en la
conciencia de la clase dirigente. Muchos atribuyeron la responsabilidad
del desastre a la corrupción, al sistema patrimonialista que otorgaba
los grados en el ejército, no a los más formados y capaces, sino a
quienes pagaban por ellos.
En efecto, los cargos oficiales se compraban y
vendían. Comenzó a extenderse la percepción de que la propia existencia
de la nación se encontraba en peligro. Sólo una catarsis podría
evitarla.
Reformas profundas, intensas, radicales
Los cambios comenzaron poco después, entre ellos la sustitución de la dinastía reinante. Jean-Baptiste Bernadotte, general del ejército de Napoleón, es
proclamado rey. Las reformas continúan y ya no cesan, acelerándose
entre 1855 y 1875 de manera tan profunda y radical que transforman
completamente la faz del país.
Y alteran drásticamente la conducta de
los gobernantes, la actitud de los servidores públicos y la mentalidad
de las gentes. En medio siglo, Suecia abandona la corrupción
generalizada para convertirse en uno de los países más limpios. Por
supuesto, no necesitaron cambiar la base étnica o cultural, esa
esencia que, según algunos, determina el destino de los países. Bastó
con reformar profundamente las instituciones.
Para salir de un régimen de latrocinio generalizado son inútiles los
cambios parciales o timoratos. Absurdo es el pretendido pacto
anticorrupción entre partidos, un ridículo gesto de cara a la galería. Las reformas deben ser profundas intensas, radicales, continuadas. Deben transformar las expectativas de la gente, su percepción del comportamiento de los demás. Es la conocida teoría del Big Bang,
el colosal impulso, la volea capaz de vencer la enorme inercia, superar
la fuerza gravitatoria y lanzar el sistema a una órbita distinta.
Aun
así, ésta solo es la parte sencilla. Se conocen bien las reformas
necesarias para superar la corrupción sistémica, la putrefacción, los
regímenes patrimonialistas, pero mucho peor las condiciones que impulsan
a un país a llevarlas a cabo.
¿Cuáles son las circunstancias que
conducen a dirigentes y ciudadanos a acometer con seriedad y disposición
los cambios? El verdadero enigma no es cómo sino por qué lo hicieron. “Lo difícil no es saber dónde está el alcohol sino encontrar a alguien dispuesto a enfrentarse a Al Capone“.
El caso sueco es ilustrativo por su excepcionalidad: los sistemas cerrados raramente evolucionan. Un
marco institucional como el español, corrupto, personalista, basado en
privilegios e intercambio de favores constituye un equilibrio muy
robusto, un potente círculo vicioso que se refuerza
constantemente: ninguno de los participantes posee incentivos
individuales para impulsar el cambio.
Las élites por motivos obvios. El
sistema extractivo las protege de la competencia, permite a sus
integrantes, sean políticos o grandes empresarios, repartirse rentas de
mercados cautivos, aprovechar retorcidas leyes en beneficio propio. Para
Rothstein y Teorell fue la visión del abismo el factor que pudo empujar
a las clases dirigentes suecas a renunciar paulatinamente a sus
privilegios para evitar el hundimiento de la nación.
No parece el caso
de España, donde unas clases gobernantes retrógradas, miopes, ocupadas
en contemplar su ombligo, no suelen mover un dedo ante un perspectiva
catastrófica.
El ciudadano de a pie tampoco posee grandes motivaciones para enarbolar la bandera del cambio. Desde
una perspectiva de cálculo individual, no compensa incurrir en los
costes y riesgos que implica organizarse para impulsar la regeneración, una acción cuyo beneficio, en caso de éxito, ser repartirá entre todos.
Ya lo señaló con agudeza Mancur Olson:
resulta bastante más fácil organizar grupos que persiguen intereses
particulares que aquellos que promueven el interés general. Cada sujeto
juzga mucho más rentable dedicar los esfuerzos a colocarse adecuadamente
dentro del sistema, buscar un puesto de privilegio, que a intentar
cambiar el marco político.
Quizá por ello, no todos los que hablan de regeneración lo hagan por
motivos puramente altruistas. El discurso ha servido en ocasiones como
elegante disfraz, estrategia de marketing o vía para medrar, ascender en
el escalafón. (...)
La regeneración política es imprescindible para la sociedad pero muy
costosa para aquellos que intentan sinceramente impulsarla. Ésa es la
verdadera tragedia. Sólo la fuerza de las ideas, la convicción, la generosidad, los principios, son capaces de romper el fatídico círculo vicioso,
generar esa voluntad que mueve montañas, que impulsa a muchos
ciudadanos a actuar de forma desinteresada en pos de aquello que
consideran justo y conveniente. Si Suecia fue capaz… nosotros también.
Pero hace falta una actitud mucho más activa, consciente y generosa." (Juan M. Blanco, 05/05/2015)
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