Por tanto, lo que tienen en común las instituciones del sector privado americanas responsables de la crisis financiera con las instituciones del sector público responsables de la crisis de corrupción política en el Sur y Este de Europa es un abuso de los intereses de los accionistas (inversores en el primer caso y ciudadanos en el segundo) por parte de unos directivos (ejecutivos y políticos electos, respectivamente) que no están limitados por pesos y contrapesos dentro de sus propias organizaciones. Ambas instituciones sufren el denominado "dilema madisoniano", ya que fue James Madison, uno de los padres fundadores de la Constitución americana, quien estableció la formulación clásica del problema: "Si los ángeles gobernaran a los hombres, ni los controles externos ni internos al Gobierno serían necesarios. Al diseñar un gobierno de hombres sobre hombres, la gran dificultad reside en esto: primero debes capacitar al Gobierno para controlar a los gobernados y, segundo, obligarle a controlarse a sí mismo". Los trabajos de científicos sociales contemporáneos, como Gary Miller, demuestran que todos los gobiernos -tanto del sector público como del privado- sufren este dilema. Los gobernantes de cualquier organización, independientemente de las regulaciones que les impongamos desde fuera, siempre tendrán oportunidades para sacar ventaja de su autonomía. Por ejemplo, aprovechando que saben más que los accionistas, los ejecutivos privados siempre pueden adquirir un coche (o un jet) extra a cargo de la empresa o exponer el dinero de los accionistas a un riesgo de más a cambio de un bono. Y los gobernantes públicos siempre pueden construir una carretera o un polideportivo de más u ofrecer un trato de favor (camuflado de forma perfectamente legal) a un amigo. La solución que Miller y otros apuntan para minimizar este oportunismo inherente a las posiciones ejecutivas es crear un relativo nivel de conflicto en la cúpula de las organizaciones. Que personas con intereses distintos tengan que ponerse de acuerdo para tomar las decisiones más importantes, aquellas que pueden acarrear un mayor abuso de los intereses de los accionistas.
En el sector privado, esto es lo que ocurre en aquellas empresas en las que existe un chairman of the board que es independiente del chief executive. Esta separación de intereses (o, como mínimo, la existencia de estos dos cargos de forma independiente) es habitual en empresas e instituciones financieras europeas. Por el contrario, la norma en Estados Unidos es que una misma persona acumule ambos cargos, lo que podría explicar por qué la gran mayoría de escándalos financieros se han dado en ese país. Muchos chief executives controlaban a placer los órganos que deberían controlarlos a ellos. Como señala The Economist, una de las primeras reformas que los bancos americanos más afectados por la crisis (como Citigroup, Washington Mutual o Wells Fargo) han adoptado ha sido separar los cargos de chairman of the board y de chief executive. Ésa es también la exigencia de uno de los grupos más prestigiosos del mundo, el noruego NBIM: si queréis que invirtamos en vosotros, deberéis separar estos cargos para evitar que todo el poder se acumule en unas mismas manos.
En el sector público, el ejemplo por excelencia de separación de poderes es el Gobierno federal americano. Diseñado por pensadores como Madison, conscientes de que los gobernantes no son ángeles, un sofisticado sistema de pesos y contrapesos hace que el político más poderoso del mundo (el presidente de EE UU) tenga menos oportunidades para beneficiarse de actividades corruptas que cualquier político regional o local en un país como España -como podemos comprobar a diario-.
Diferentes versiones de este sistema madisoniano de separación de poderes en la cúpula de las organizaciones públicas se ha implantado en las administraciones occidentales que ahora son menos corruptas. En muchos gobiernos locales y regionales americanos (o de la Europa del Norte) los políticos electos monopolizan el equivalente al consejo de administración de una empresa (como el pleno o comités de área) y unos gestores profesionales, en ocasiones procedentes del mundo privado, ocupan las posiciones directivas.
Como en las "buenas empresas" europeas, el chairman of the board (alcalde o máximo representante político) no es al mismo tiempo el chief executive officer (máximo gestor público). Como políticos de partido tienen que ponerse de acuerdo con gestores con intereses distintos (unos preocupados por su reelección y los otros por su reputación profesional), las posibilidades de connivencia para llevar a cabo actividades corruptas se reducen al mínimo. Por el contrario, en los gobiernos locales y regionales (y en algunos casos incluso en los centrales), de la Europa del Sur y del Este sucede algo similar a las "malas empresas" americanas: el chairman of the board (alcalde o consejero regional) es al mismo tiempo el único y todopoderoso chief executive officer. Los intereses de los accionistas (es decir, los ciudadanos) quedan así desprotegidos porque las mismas manos (o del mismo partido) toman las decisiones con mayor margen para el abuso, como la construcción de un velódromo o la organización de la visita del Papa.
En resumen, son cambios organizativos internos y no sólo los controles externos, los que deberíamos empezar a debatir seriamente a ambos lados del Atlántico." (VÍCTOR LAPUENTE: Si banqueros y políticos fueran ángeles. El País, ed. Galicia, opinión, 28/12/2009, p. 21 )
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