"(...) Un ayuntamiento es posiblemente el actor económico más importante de
su territorio. Su influencia como generador de riqueza en el tejido
local no es comparable a ninguna otra empresa o entidad. Por poner un
ejemplo, un ayuntamiento de un pueblo de 20.000 habitantes puede recibir al cabo del año entre 5.000 y 6.000 facturas de todo tipo:
productos de limpieza, herramientas, mobiliario, material de obras y
oficina, repuestos mecánicos, ropa de trabajo, productos de ofimática,
papelería, imprenta. Materiales de carpintería, construcción,
fontanería, electricidad, trofeos, camisetas, gomas de borrar, carteles y
trajes de rey mago.
Tal vez nosotros no imaginemos la enormidad
de esta lista. Pero el alcalde la conoce muy bien. Sabe que uno de los
pilares fundamentales de su reelección es el cuidado con que realice
cada uno de estos gastos. Y ni uno solo se deja al azar: todos los jefes
de servicio saben en qué comercios se deben adquirir estos objetos.
Hasta
importes de 18.000 euros, estas facturas no necesitan de ningún
procedimiento de fiscalización previa. Los ayuntamientos medianos, en
sus bases de presupuesto, establecen una cantidad (suele ser una cercana
a los 1.200 euros) a partir de la cual el gasto debería ser aprobado
previamente. Pero este trámite se suele soslayar y, además, no implica
control alguno. Es mero papeleo.
En la práctica eso significa que
el 100% del gasto corriente en suministros se hace de modo arbitrario.
Todo desagua en los establecimientos de familiares, militantes o
donantes del partido. Las facturas acostumbran a tener un sobrecoste.
Algunos son razonables y otros disparatados. Nadie controla si lo que se
adquiere está en los precios de mercado y ni siquiera que se
suministren las cantidades u objetos que se facturan.
¿Quién va a mirar
si había 20 sacos de cemento o 15? Eso sí, en la factura sí había 20. En
algunos negocios, el peso del ayuntamiento como comprador es tan
importante que no es extraño que un cambio de gobierno traiga aparejado
un cambio de dueño en establecimientos tan estratégicos como imprentas,
droguerías o ferreterías y éstas acaben en manos de familiares o amigos
cercanos de los nuevos gestores.
Alcaldes y concejales aleccionan a los funcionarios sobre dónde se puede adquirir cada cosa. Desde almacenes de materiales de construcción a tiendas de Todo a Cien. Todo suma. Todo vale.
Es
habitual que se le pregunte al encargado de la compra: “¿Es para ti o
para el ayuntamiento?”. Si es para este último el precio se eleva. Puede
parecer banal que una grapadora le cueste a una institución pública el
doble que a un particular.
Pero cuando multiplicamos esa diferencia por
las miles de facturas que se pagan al año, la cuestión deja de ser tan
baladí. Por supuesto, alcaldes y concejales tienen un trato preferente.
Habría que ser un mezquino para cobrarle un cambio de aceite a quien
envía a tu taller toda la flota municipal de vehículos. Y como eso,
todo.
Reformas en su casa, muebles, ordenadores gratis. Cualquier cosa,
hasta la más ínfima, se les regala. Se acostumbran a no pagar por nada, a
comer de gorra en los restaurantes. Los comerciantes beneficiarios también son generosos donantes de las campañas.
Tanto en metálico como en especie. Las imprentas, las empresas de
megafonía, de alquiler de carpas, de organización de eventos, les hacen
gratis la campaña electoral. Previamente ya habrán pasado alguna factura
desorbitada por cualquier otra cosa.
La red mafiosa se extiende
por todo el comercio y la industria local. De haber varios proveedores
del mismo ramo a los que premiar, se reparte en función de lo que
aportan a la causa. Hay muchas decenas de miles de euros que fluyen
incesantemente, muchas familias, muchos empleados viviendo del dinero
público.
En los días previos a las elecciones se pronuncian veladas
amenazas: “Si pierden estos, nos bajan los ingresos y tendré que
despedir gente”. Comerciantes y empresarios reparten las papeletas de
votación a sus empleados en sobre cerrado. Estos siempre tienen la
sospecha de que “tienen un tono de color diferente” para que los
apoderados del partido que vigilan las mesas las reconozcan el día de la
votación.
Las empresas señaladas como de la facción política contraria
subsisten como pueden castigadas por una competencia desleal. Muchas se
rinden y tienden puentes: aceptan el chantaje. También están dispuestas a
pagar, a donar, a subvencionar. O eso, o la ruina.
Alcaldes
y concejales buscan que hasta el último euro que gestionan recaiga en
“el pueblo”. O al menos en el reducido círculo de beneficiarios que
ellos consideran “pueblo”. Jamás se compra nada a una empresa foránea a
menos que haya un comisionista local. No importa si esto encarece el
presupuesto. Pongamos que hay que comprar unos focos para el teatro que
sólo pueden surtir empresas especializadas. En ese caso, si se puede,
mejor es que los compre la tienda de bombillas local, propiedad de algún
amigote, y luego los revenda al ayuntamiento.
¿Cuánto valen las cosas?
Como en los supermercados, todo acaba en 9. Existen números mágicos que se repiten en las adjudicaciones de toda España.
Las
obras y servicios valen por norma general 49.000 euros. La razón es que
hasta 50.000 se dan a dedo a quien se quiera. Si sobrepasan esa
cantidad entonces pasan a costar 199.000. Entre 50.000 y 200.000 euros
la adjudicación se hace por el llamado procedimiento negociado sin
publicidad.
O lo que es lo mismo, es el ayuntamiento el que elige a tres
empresas a las que le solicita presupuestos. En estos casos lo habitual
es que sea la empresa a la que se va a favorecer la que aporta los
otros dos presupuestos que obliga la ley. Pueden ser del mismo dueño,
empresas pantalla u otras reales con las que se llegó a un acuerdo de
reparto o de subcontratación.
En otras ocasiones, la mesa de
contratación municipal busca dos empresas que, ya sea por su pequeño
tamaño, por su inexperiencia o por su falta de solvencia, sabe
positivamente que presentarán la documentación incompleta o errónea.
En
los ayuntamientos pequeños son raras las obras que sobrepasan los
200.000 euros. Cuando es así, deberían adjudicarse por el “procedimiento
negociado con publicidad”. Es decir, que cualquiera podría optar a
ellas. Para evitarlo, habitualmente se fraccionan las obras en fases de
199.000. Esto es ilegal y fraude de ley, pero nadie lo suele denunciar. Todo se puede hacer en fases: desde tejados hasta aceras.
Las explicaciones rayan en lo cómico. Así, el concejal de obras de
Málaga aportó esta nueva genialidad a la historia de la contratación
pública: “No hay fraccionamiento porque lo que se ha dividido no es el
contrato para construir un parque en el Benítez, si no el dinero del que
se disponía”. Exacto, el papel del contrato seguía de una pieza. Ahí
estaba el folio enterito para quien quisiera comprobarlo.
Existe
otra modalidad: los contratos de servicio que cuestan 119.000. La razón
es que a partir de 120.000 existe la “exigencia de clasificación” a las
empresas. Por debajo de esa cifra, puede ser cualquiera.
Aprovecho para animar a quien esto lea a que busque las cantidades de las adjudicaciones en sus villas y pueblos. Se sorprenderá de la frecuencia con que aparecen estas cantidades.
¿Cuándo se gasta? Las elecciones municipales son siempre en mayo. Ese
año, en los primeros días de enero, los concejales peregrinan al
Departamento de Intervención para que les apunten con una flechita las
cantidades que se pueden gastar de las partidas de sus presupuestos.
Desde entonces, en una carrera contrarreloj, tienen cuatro meses para
vaciarlas todas. Es lo habitual verlos preguntándose: “¿Qué podemos
pintar?”, ¿hay que comprar algo para el polideportivo?”. El qué se
compra es lo de menos. Las partidas deben agotarse. El mayor flujo de
dinero posible debe revertir en “el pueblo”. Puede ser la última
oportunidad para las comisiones.
Es la mejor época para los gastos absurdos o las ideas disparatadas.
Ningún concejal es tan estúpido como para dejar dinero en el
presupuesto que podría gastarse otro si ganase las elecciones. Incluso
aunque su propio partido pudiese ganar, no siempre es seguro que fuese a
ocuparse de la misma responsabilidad. Mejor no dejar nada.
Esto
ocurre cada cuatro años. En un año no electoral, el mismo proceso se da
en los meses de otoño, cuando se está a punto de cerrar el presupuesto.
Tras el verano se produce la misma peregrinación y todos solicitan
informes del estado de las partidas para vaciarlas a conciencia. El
objetivo es llegar a 31 de diciembre a cero.
O mejor aún, en negativo.
En la lógica municipal, cuando un concejal deja un año una partida
presupuestaria sin gastar, esta desaparece del presupuesto del año
siguiente. Puesto que no se usó, no debe ser importante. Así se anima al
gasto irreflexivo y al cortoplacismo: cuánto más se gasta, más puede
crecer la partida presupuestaria el año siguiente.
¿Por qué todo esto es impune?
En
primer lugar existe un pacto tácito de no agresión entre los partidos
del régimen. Si tú no hurgas en mis cosas yo no hurgo en las tuyas. Pero
es que, además, no es tan sencillo. Si la mayoría de las ilegalidades
tiene como beneficiarios a vecinos de la localidad, ir contra la
ilegalidad es ir, de facto, contra los vecinos. La acusación de que se
ponen en peligro puestos de trabajo por “peleas políticas” está siempre
en el aire. Para la oposición, en este terreno pantanoso hay mucho que
perder y poco que ganar.
Interventores y secretarios carecen ya
de capacidad para controlar todo este flujo enorme de malgasto y
cohecho. Dirigen departamentos con escasez de medios y personal. En los
ayuntamientos más pequeños ni siquiera se contrata a interventores, pues
la ley no lo obliga, y es el secretario quien, en teoría, debería
realizar ambas funciones.
Puesto que carece de tiempo material para
controlar todas y cada una de las decenas de facturas que entran cada
día, sólo pide explicaciones cuando existen sobrecostes escandalosos.
Aún así, siempre hay modo de justificarlos.
Secretarios, interventores, aparejadores, arquitectos municipales, estuvieron dotados en otro tiempo de autoritas. Bendita democracia, ahora ya son tan víctimas de mobbing y acoso como cualquiera.
Empieza a ser común que se les aparte de sus funciones y se los someta
al escarnio popular.
La acusación de que “paralizan el funcionamiento
del ayuntamiento” por la “excesiva burocracia” es frecuente. Los
ciudadanos los ven como unos tiquismiquis que le ponen pegas a todo e
impiden el flujo de inversiones. Lo cierto es que lo único que
paralizan, de un modo muy limitado, es la adjudicación ilegal.
Cuando
“todo” se paraliza, simplemente es porque “todo” es ilegal. Secretarios e
interventores, que son el único débil dique ante la corrupción, son
demonizados entre los ciudadanos. Aprenden con el tiempo a pelear sólo
las batallas que pueden ganar y a dejar pasar algunas cosas para poder
discutir otras. Saben que su fiscalización es casi siempre inútil.
Cuando
los ayuntamientos realizan gastos que no se ajustan a la ley, el
interventor pone un “reparo”. El reparo se levanta por medio de un
decreto que firma el alcalde. Habitualmente ni se molestan en motivarlos
y son de copia y pega. En un ayuntamiento mediano el número de
“reparos” que se levantan en una legislatura puede llegar a varios
centenares. Estos “reparos” se comunican al Tribunal de Cuentas, donde
llegan por decenas de miles. Nunca ocurre nada.
De todos
modos, siempre es mejor que los informes estén a favor. Para eso se
contrata como personal laboral a asesores externos. Si tu arquitecto o
tu aparejador es demasiado escrupuloso con la legalidad, siempre habrá
otro al que se contrate a dedo y al que no le importe decir que hay un
pantano donde se eleva un monte.
Los funcionarios con oposición están
aislados en despachos a los que no llega ni un triste expediente,
mientras los contratados informan positivamente todo lo que se les pone
en las manos. Lo mismo ocurre con interventores y secretarios.
Es
necesario hablar de las políticas de contratación de personal que son
el verdadero soporte del sistema. El poder se encarga de quitarle
importancia a estos asuntos. Se ven como algo disculpable, algo que está
en la naturaleza humana. “¿Acaso tú no enchufarías a tu hermano si está
en paro? ¿Quién no lo haría?”, vienen a decir. La realidad,
desgraciadamente, es menos amable. Los puestos de trabajo valen dinero.
El más cotizado es el de funcionario. Pongamos que enchufamos de
auxiliar administrativo a un chaval de 27 años. Cobrará 21.000 euros al
año durante 40 años hasta su jubilación. Eso, con aumentos y trienios,
supone que a lo largo de su vida ganará cerca de un millón de euros. ¿Y
alguien regala un millón de euros? Ese valor hay que compensarlo: tiene
un precio. Por eso es tan habitual ver en los ayuntamientos a los hijos
balas perdidas de los empresarios locales.
Aquellos tarambanas que no
fueron capaces de otra cosa encuentran su acomodo en la administración
previo pago de las aportaciones que sean necesarias. También influye el
tamaño de la unidad familiar. Enchufar a un chaval soltero garantiza un
voto: el suyo. Enchufar a uno con pareja, con padres y hermanos ambos cónyuges garantiza más de una decena. Puede parecer banal, pero no lo es: todo se estudia, todo se cuida.
Se
puede afirmar que no hay ni un solo puesto de trabajo que dependa de
las administraciones locales pequeñas y medianas que no se dé de modo
arbitrario. Ni uno. La inexistencia de control es total. Los exámenes o
las preguntas se le proporcionan al premiado. Por si acaso aún así falla
(no se trata precisamente de lumbreras) se deja para el final una
entrevista en la que se le valora subjetivamente. Previamente se han
adecuado los méritos a su perfil.
Los puestos de trabajo se cuidan de
igual modo que la compra de grapadoras. Todo debe recaer en alguien “del
pueblo”. Desde un humilde contrato de dos meses para abrir la caseta de
turismo, hasta un arquitecto contratado. Cada puesto tiene un precio y
un coste. Por la caseta de turismo quizá solo se exija subordinación y
fidelidad.
Por ser arquitecto, bastante más. Cada ayuntamiento tiene a
una cuadrilla de funcionarios, siempre los mismos, que se encargan de
valorar todas las oposiciones del año. Este negociete apenas conocido puede reportar de 250 a 300 euros por cada examen. Al cabo del año la cifra no es desdeñable y supone un buen sobresueldo por colaborar con tus jefes corruptos.
En
los últimos tiempos, con la caída de la oferta de plazas de
funcionario, se ha generalizado otro modo de hacer fijos a los
contratados laborales. Los ayuntamientos encadenan más de tres
contrataciones parciales consecutivas para la misma función con lo que,
si el trabajador denuncia, la ley obliga a hacerle un contrato fijo.
Así, este empieza a ser el modo habitual de “contratación” y los
ayuntamientos están en pleitos permanentes que pierden una y otra vez,
pagando indemnizaciones a los enchufados que les han “denunciado” y
sosteniendo, de paso, a los bufetes de abogados amigos que hacen su
agosto por perder juicio tras juicio.
En el colmo de la desfachatez el
ayuntamiento encarga trabajos (por ejemplo, informes de arquitectura) a
los mismos trabajadores que “ha despedido” y le “han denunciado” y con
los que todavía está pleiteando. El trabajador temporal cobra sus
informes mientras “está despedido”; recibirá más adelante la
indemnización; será readmitido como fijo; y los abogados amigos pasarán
sus minutas. Todo el mundo gana.
Con el tiempo, si una fuerza
política es hegemónica, la diversidad ideológica de los funcionarios
desaparece y el ayuntamiento se divide entre los directamente cómplices
de la arbitrariedad y los que prefieren tomar un perfil plano, lo más
invisible que se pueda para no meterse en líos.
Los escasos héroes que se enfrentan al sistema padecen un acoso salvaje.
Así se entiende por qué no hay controles sobre lo que surten los
proveedores amigos. Los trabajadores que hacen de lacayos cada día
informan favorablemente facturas falsas, otras desorbitadas u otras con
conceptos falsos que ocultan el verdadero gasto. Si los suministros
tienen calidades pésimas y se rompen, no importa, ya se comprarán más.
Los funcionarios honrados se asombran de que los cartuchos de tinta de
la fotocopiadora se agoten en dos días. Los que se encargan de su compra
saben que la obsolescencia forma parte del negocio.
Los trabajadores
públicos colocados a dedo por el poder son el engranaje necesario para
que el flujo del dinero corra. El enchufismo no es una solidaridad mal
entendida. No: se trata de una organización en la que el nepotismo y la
arbitrariedad en la contratación de personal son imprescindibles para el
saqueo generalizado del dinero público.
¿Por qué pierden todos?
La
población sabe esto. Los votantes, mal que bien, lo saben. Pero han
aceptado la justificación del poder según la cual, al fin y al cabo, las
irregularidades sirven para que hasta el último euro recale “en el
pueblo”. De hacer las cosas legalmente, quién sabe, entrarían
trabajadores de otros lugares o las obras las acometerían empresas
foráneas. Piensan, al fin, que tal estado de cosas es necesario. Que sin
él las cosas irían peor. Y si bien es cierto que algunos se benefician
mucho más que otros, así es como el dinero fluye.
Sin embargo,
las cosas no son así y ésta es únicamente la justificación que los
corruptos han hecho crecer en una población resignada. Voy a poner un
ejemplo muy gráfico: dos pueblos celebran los carnavales. En el primero,
el concurso de disfraces es justo y gana el mejor. Grupos de todas
partes, algunos multitudinarios, participan. Compiten charangas enormes y
espectaculares.
Las calles se atestan de visitantes y el comercio y la
hostelería lo agradecen. En el segundo pueblo, el jurado cuida de que
los premios recaigan en los grupos locales. Los foráneos dejan de
acudir. El nivel cae y con los años el desfile se convierte en un paseo
de algunos tipos con disfraces comprados en los chinos por calles
semidesiertas.
Esto mismo puede aplicarse a todo: a la industria y
al comercio. Los adalides de la libre competencia sostienen un sistema
en el que algunos privilegiados no necesitan competir y juegan con
cartas marcadas. Los nuevos proyectos no pueden enfrentarse exitosamente
a empresas que reciben el flujo constante de las inversiones públicas
por hacer un trabajo más caro y peor.
El nivel general baja. La
usurpación de todos los puestos de trabajo por parte de incapaces
penetra en la subcultura dominante del lugar (el meme) acentuando la
idea de que son sólo los mediocres los que prosperan.
El talento huye. Las buenas ideas son incapaces de crecer.
El hecho de que el mérito no sea un factor para contratar a las
personas con responsabilidades hace que las personas de mérito emigren.
Todo se contamina: si los profesores de las escuelas municipales son
unos lerdos, ¿qué aprenderán los alumnos? ¿Qué cultura puede crearse en
la base cuando la gestionan desde arriba los incultos?
Las constantes
vitales bajan. Se crean menos cosas y son peores. Hay menos músicos,
menos actores, menos emprendedores de cualquier cosa. La sociedad civil
se degrada, pierde vitalidad, el talento solo emerge fuera. Se crean
distinciones para honrar a los exitosos exiliados y poder vivir durante
un día en la ensoñación de que forman parte del cuerpo social que los
exilió.
El lugar se anquilosa, se revela incapaz de ser polo de
atracción por nada. Gobernado por una mafia que se rige únicamente por
una lógica de comisiones cortoplacista mira como si fueran marcianos a
otros lugares que innovan, ya en el urbanismo, en la energía o en los
servicios.
Si el concejal de medio rural escribe “violojía”, ¿promoverá
la agricultura biológica? El comercio y la industria agonizan, la
población decrece, los ingresos por impuestos menguan, el flujo de
dinero disminuye, con lo que cada vez es menos lo que llega fuera del
círculo de poder. La espiral de degradación se acentúa entonces, cada
vez más y más.
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